


Paralelismos y diferencias entre la presión de Estados Unidos sobre Maduro y la caída de la dictadura panameña
EE.UU Hugo Marugán*


Desde hace semanas, Washington afina discretamente los engranajes de una operación que nunca acaba de nombrar, pero que va tomando forma entre advertencias y acciones. En el Caribe, el portaaviones Gerald R. Ford, el mayor de la flota estadounidense, navega con un grupo de combate que incluye buques anfibios, escoltas y un submarino nuclear. En principio, la misión se presenta como parte de la campaña contra el narcotráfico, pero la magnitud del dispositivo sugiere que el objetivo real es otro. Concretamente, presionar al dictador Nicolás Maduro en un momento en que la Casa Blanca debate si abrir una nueva fase de acciones encubiertas, ampliar su presión militar o empujar, por la vía que sea, su caída.


Mientras tanto, la atmósfera alrededor de Venezuela se ha vuelto más densa y más volátil. La autoridad aérea estadounidense ha alertado de una «potencial situación de riesgo» en el espacio venezolano por el aumento de actividades militares y por interferencias en los sistemas de navegación. Varias aerolíneas internacionales han decidido cancelar vuelos de forma preventiva. Dentro del país, el Gobierno ha acelerado maniobras militares y ha movilizado a miles de reservistas, intentando transmitir calma mientras se prepara para todo lo contrario.
Al mismo tiempo, Estados Unidos está a punto de designar al Cartel de los Soles, que acusa a Maduro de dirigir, como organización terrorista extranjera. La medida abre un abanico legal que permite atacar infraestructura, unidades armadas y activos vinculados al Gobierno venezolano sin que la Casa Blanca tenga que pasar por el Congreso. En los últimos meses, las fuerzas estadounidenses han destruido al menos una veintena de embarcaciones que consideraban «narcolanchas» en operaciones extrajudiciales que ya han dejado más de ochenta muertos. Y, en suelo venezolano, los servicios de Inteligencia de Estados Unidos han recibido luz verde para ejecutar misiones clandestinas que podrían allanar un escenario más amplio.
Ese clima de preparación recuerda inevitablemente a 1989, cuando Estados Unidos arrinconó a Manuel Antonio Noriega, entonces mandatario de Panamá, hasta hacerlo caer en una operación que duró apenas unas horas. Entonces, igual que ahora, el discurso oficial giraba en torno al narcotráfico; entonces, igual que ahora, la designación como organización criminal fue el paso previo a justificar una intervención directa; entonces, igual que ahora, el cerco diplomático se cerró con una rapidez que dejaba poco margen para la ambigüedad.
Pese a esas similitudes, también hay diferencias clave entre lo ocurrido hace 36 años y los hechos actuales. Noriega estaba completamente aislado, en una Panamá que había roto casi todos sus vínculos regionales, con Hispanoamérica dándole la espalda. No había, fuera de su aparato militar, ningún soporte internacional significativo.
Maduro, en cambio, ha tejido alianzas que le permiten jugar en un tablero más amplio. Rusia, China e Irán no solo sostienen económicamente a Venezuela, sino que la incorporan a una red geopolítica que Estados Unidos nunca tuvo que enfrentar en Panamá. Moscú brinda cobertura diplomática y soporte técnico; Pekín, crédito y tecnología; Teherán, cooperación energética y de seguridad.
Eso no significa que el régimen venezolano sea inexpugnable. Maduro gobierna un país con una economía exhausta, unas fuerzas armadas minadas por la falta de recursos y una sociedad donde la violencia, la pobreza y la emigración han disuelto casi todos los consensos. El Gobierno, por su parte, habla de «defensa prolongada» y ha organizado cientos de miles de comités civiles que formarían la retaguardia de una guerra irregular. Nadie en Washington imagina una operación tan rápida como la de Panamá.
A esa complejidad se suma otro elemento ausente en el caso panameño, que es la doble vía diplomática. Mientras el Pentágono refuerza la presión y la CIA afina operaciones clandestinas, la Casa Blanca mantiene conversaciones discretas con Caracas. En esas negociaciones, Maduro ha insinuado incluso que podría dejar el poder en unos años a cambio de garantías y de permitir mayor acceso estadounidense al petróleo venezolano, unas condiciones de las que no se acaban de fiar en Washington. Mientras las partes negocian, el mandatario venezolano agota sus cartas para no correr la misma suerte quien, tras caer su Gobierno, fue condenado por narcotráfico y obligado a vivir sus últimos años de vida extraditado en diversos países.
*Para El Debate





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