


Trump y su incomprensible amor por Putin con un plan de paz que huele a rendición
EE.UU Ignacio Foncillas*


Donald Trump vuelve a la carga con su enésimo «plan de paz» para Ucrania y, como era de prever, huele a rendición por los cuatro costados. Realismo crudo, sí; hartazgo estadounidense, también. Pero sobre todo es una humillación en toda regla para Kiev, un desprecio olímpico a Europa y, lo más llamativo, una condescendencia inexplicable hacia la tiranía de Vladimir Putin.


Y aun así, ni con esas le va a valer. Porque al coronel del KGB no le interesa la paz: le interesa ganar tiempo y seguir sangrando a Occidente hasta que nos cansemos de pagar la fiesta. Una vez más, el zar dejará al magnate naranja compuesto y sin novia.
El contenido real del plan: cesión, limitación y sumisión
Más allá de los cantos al sol sobre comisiones internacionales, promesas cuya ejecución depende de Bruselas y fantasías de rehabilitar a Rusia en el G7, el plan de Trump se sostiene en una lógica simple: reconocer como ruso el territorio ganado por la fuerza, reducir drásticamente el tamaño de las fuerzas armadas ucranianas, impedir la entrada de Ucrania en la OTAN y sustituir esa garantía por un compromiso estadounidense impreciso y poco fiable, no muy distinto del que se ofreció a Kiev en los años noventa cuando se le convenció de entregar su arsenal nuclear.
La escenografía del anuncio repite el guion de Gaza: un plan sesgado, un ultimátum y una amenaza. En Gaza era soltarle la correa al dóberman israelí; en Ucrania es cortar el suministro militar y logístico. Los detalles, pasado el alto el fuego y el cese de hostilidades, son igual de vagos y su implementación más que cuestionable. Todo ello se anunció, por cierto, justo después de uno de los mayores escándalos de corrupción de la Administración Zelenski, lo que difícilmente puede considerarse casualidad.
¿Ceder territorio? Una historia complicada
Muchos interpretan la cesión territorial como una humillación intolerable para Ucrania, pero la realidad histórica es bastante más matizada. Las zonas hoy ocupadas por Rusia fueron tradicionalmente rusoparlantes, pero eso no las convierte en 'ruso-históricas'. En su mayoría eran tierras escasamente pobladas hasta el siglo XIX, repobladas gracias a colonos europeos —incluidos británicos, como el industrial galés que fundó Donetsk en 1869— y convertidas en regiones rusófonas sólo tras las repoblaciones forzosas que siguieron al Holodomor de Stalin, una de las atrocidades más brutales del siglo XX.
La obsesión de Putin por estas regiones bebe más del mito que de la historia. Si aceptamos el origen común en el Rus de Kiev del siglo IX, sería más correcto afirmar que gran parte de la Rusia moderna se asienta sobre territorio históricamente ucraniano. Pero esa verdad no cabe en la ficción patriótica que Putin ha cincelado cuidadosamente en la conciencia rusa. Precisamente por esa construcción ideológica, el plan de Trump difícilmente será aceptado en Moscú, incluso si Zelenski decide comerse el sapo.
Europa, el (no) invitado en la habitación
Si la Unión Europea tuviera peso geopolítico real —y no sólo vocación moralizante— esta semana sería una ocasión extraordinaria para demostrarlo. Más de diez de los dieciocho puntos del plan de Trump dependen de la aprobación, apoyo o colaboración activa de Bruselas. Sin embargo, nadie pensó en consultar a Europa. Normal: ¿para qué consultar a una pandilla de burócratas que sólo saben sancionar, sermonear y gastar el dinero de los contribuyentes?
Paradójicamente, esta exclusión abre una oportunidad para que la UE se reenganche a la partida. Y debería hacerlo: a diferencia de Gaza, Ucrania es un asunto existencial para la seguridad europea. Limitar el Ejército ucraniano trastoca por completo la estrategia europea del «puercoespín». Un plan que tanto gusta a Varsovia y los bálticos: un país lleno de minas, misiles y soldados enfadados que haga prohibitivamente caro cualquier nuevo paseo ruso. Pero me temo que en Bruselas están demasiado ocupados discutiendo sobre el género del ángel de la guarda como para darse por aludidos.
Sospecho que estas sutilezas estratégicas son irrelevantes. Porque incluso si Europa y Zelenski aceptaran el plan, faltaría el voto de Putin.
Putin no puede aceptar la paz… porque teme a su propio pueblo
Rusia ha demostrado en tres años que no puede ganar esta guerra sin una movilización total que pondría en peligro al propio régimen. Putin ha evitado decretar la conscripción universal, prefiriendo nutrir el frente con jóvenes de regiones pobres y con reclutas de prisiones y suburbios. Tocar a la clase media moscovita sería suicida. Para obtener una victoria decisiva tendría que estrangular aún más una economía ya sostenida con alfileres.
La paz que propone Trump sería una salida semi-honrosa a un error estratégico que el Kremlin arrastra desde 2022. Pero para Putin, la paz es más peligrosa que la guerra. El regreso de más de 700.000 soldados, hartos y armados, y muchos de ellos traumatizados con serios problemas físicos y psicológicos, aumentaría drásticamente la presión social. Tras años en el congelador, volverían las demandas domésticas, la exigencia de responsabilidades y las tensiones dentro de una élite que ha visto cómo sus vidas y fortunas se evaporaban por el aislamiento internacional. Para el régimen, la paz sería gasolina sobre brasas aún calientes.
El baile imposible
Tras recibir repetidas calabazas, Trump vuelve a llamar a la puerta de Putin y le ofrece un plan hecho casi a medida. Pero incluso si Zelenski y los europeos aceptaran la humillación, es muy improbable que el sátrapa ruso se preste al juego. Putin optará por prolongar la guerra de desgaste.
Porque eso es lo que siempre ha querido: no la victoria total (que no puede conseguir), sino tiempo. Tiempo para que Europa se fracture, para que los americanos miren a otro lado y para que el contribuyente occidental se harte de pagar facturas de una guerra que nunca pidió. Prefiere la incertidumbre y la sangre a corto plazo antes que exponerse al juicio interno que llegaría con una paz inestable.
Y así, una vez más, dejará a Trump —como dejó a Obama y a Biden en su día— ante el mismo dilema: más apoyo a Ucrania genera miedos en las elites temerosas de una Rusia nuclear. Cortar el flujo, sobre todo si Zelenski se humilla, tendría costes electorales, por no hablar de los estratégicos. Y nos quedamos en la esquina en la que Biden se vio arrinconado. ¿Cuánto va a durar el apoyo a Ucrania? «As long as it takes».
Putin no quiere paz. Quiere tiempo. Y Trump insiste, incomprensiblemente, en bailar con una pareja que no le quiere.
*Para El Debate





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