





Luiz Inácio Lula da Silva ha logrado, al menos por ahora, frenar la caída de su popularidad mediante el manejo estratégico de la tensión con Estados Unidos, en especial en torno al «tarifazo» y las sanciones impuestas a miembros del Supremo Tribunal Federal (STF). Con la caída del dólar y el impacto positivo que esto ha generado en la economía, el fortalecimiento de las políticas sociales, una agresiva campaña de comunicación impulsada por su aparato propagandístico y las decisiones adoptadas frente al «tarifazo», el oficialismo ha recuperado de momento la iniciativa política y viabiliza así la candidatura de Lula para un cuarto mandato.


Antes del conflicto con Estados Unidos, el panorama era poco alentador para el líder petista: sus políticas económicas proyectaban –y aún proyectan– un deterioro en la calidad de vida de los ciudadanos, carecía de una agenda clara y la oposición comenzaba a reagruparse en torno al expresidente Jair Bolsonaro. En ese contexto, imponer nuevamente a Lula como candidato parecía una tarea cuesta arriba.
Para el Partido de los Trabajadores (PT), esta posible reelección representa una transición, ganar más tiempo para sustituir su liderazgo, en un escenario en el que no se vislumbra con claridad un sucesor para la elección presidencial de 2030. Bajo este compromiso, la estrategia de Lula no ha sido confrontar directamente a Donald Trump, sino aprovecharlo como un riesgoso recurso útil para revitalizar su imagen, que venía en franco deterioro.
A diferencia del presidente colombiano Gustavo Petro, ideológicamente alineado con el régimen de Nicolás Maduro, Lula ha mantenido una postura distante: no ha reconocido las elecciones del 28 de julio de 2024 en Venezuela, esgrimiendo el argumento de “reconocemos Estados, no elecciones”. Si bien ha condenado la presencia militar estadounidense en el Caribe y ha instado al diálogo con Maduro, sus esfuerzos actuales se concentran en institucionalizar canales de comunicación con la administración Trump. Su objetivo: deslegitimar a la oposición frente a los Estados Unidos y controlar la narrativa interna. En otras palabras, Lula busca utilizar a Trump para fortalecer su popularidad en Brasil y posicionarse como garante del orden y la estabilidad ante lo que denomina “el ataque del imperialismo y los traidores a la patria”. En este momento, el gobierno de Lula evalúa un posible encuentro con Trump, pero quieren evitar que ese encuentro resulte en una humillación para el brasileño: el costo sería muy alto. Sin embargo, mientras hacia el exterior se predica el diálogo, hacia el interior se impone la represión.
El STF ha condenado al expresidente Jair Bolsonaro a más de 20 años de prisión, en un juicio que ha sido cuestionado incluso por uno de los propios magistrados que participó en el proceso. Actualmente, se discute en el Congreso la posibilidad de una amnistía, aunque el Poder Judicial no tiene intenciones de liberar a los miles de ciudadanos que fungieron como chivos expiatorios de los hechos del 8 de enero de 2023.
En definitiva, la apuesta de Lula por un cuarto mandato no solo refleja la crisis de liderazgo dentro del PT, sino también el rumbo incierto que atraviesa la democracia brasileña. Al instrumentalizar tanto las tensiones internacionales como el aparato judicial interno, Lula busca que las élites financieras lo tengan como su favorito para mantenerse en el poder, relegando el debate democrático y la alternancia a un segundo plano. Para conseguirlo, dependerá, no tanto de los logros económicos o sociales, sino de su habilidad para controlar los relatos, neutralizar a sus adversarios y reconfigurar las reglas del juego político a su favor. Pero esa estrategia, aunque pudiese ser efectiva en el corto plazo, siembra un riesgo profundo para el futuro institucional del país.
Ahora le toca a la oposición mejorar su posición en el tablero y revitalizar el avance que había conseguido.
Fuente: PanamPost






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