Cinco casos en poco más de un año: las razones detrás del auge de violencia política en Estados Unidos

EE.UU Hugo Marugán*
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Abraham Lincoln, James A. Garfield, William McKinley y John F. Kennedy. Es la lista de presidentes de Estados Unidos que han sido asesinados durante sus funciones, demostrando cómo la violencia, incluso contra las cuotas más altas del poder, ha estado instalada siempre en el país norteamericano. Pero, pese a notorias, eran excepciones. Ahora está cada día más extendida en el país.

La trágica muerte de Charlie Kirk, asesinado por un certero tiro mientras daba una charla en un campus universitario en Utah, ha sido solo el último ejemplo. El año pasado, en plena campaña presidencial, el a la postre ganador, Donald Trump, sufrió dos intentos de asesinato. El más notorio en el mes de julio, en la localidad de Butler (Pensilvania) cuando un disparo le pasó, de milagro, rozando la oreja, abriendo una hemorragia. Un par de meses después hubo otro intento mientras jugaba al golf en Florida. No han sido los únicos. En los últimos quince meses, al menos cinco políticos o figuras públicas han sido atacados con la intención clara de silenciarlos para siempre.

En junio de este año, la expresidenta de la Cámara de Minnesota, Melissa Hortman, y su marido fueron asesinados en su domicilio en un ataque dirigido a varios legisladores demócratas. Poco antes, el gobernador de Pensilvania, Josh Shapiro, también había visto su residencia arder tras el lanzamiento de cócteles molotov en un intento de acabar con su vida.

Lo que antes se vivía como episodios aislados —magnicidios que sacudían la historia y quedaban grabados en la memoria colectiva— hoy empieza a convertirse en un fenómeno mucho más difuso y cotidiano. La violencia ya no apunta únicamente a presidentes o congresistas de primer nivel, sino que se extiende a líderes estatales, jueces, gobernadores e incluso familiares de políticos. La democratización del riesgo.

¿Cuáles son los puntos en común entre estos cinco casos? No se encuentran coincidencias en el método —a veces disparos desde una azotea, otras incendios provocados o agresiones en la intimidad del hogar— sino en la motivación. Concretamente, la motivación política, en una era, alimentada por las redes sociales, donde el adversario ya no es un rival electoral, sino un enemigo existencial.

 

Ese paso de contrincante a enemigo se explica por varios factores. Primero, la deslegitimación política, alimentada con las denuncias de fraude electoral en 2020 y que ha llevado a buena parte de los ciudadanos a percibir que el rival no solo compite, sino que roba el poder de forma ilegítima. Segundo, la normalización del discurso violento, con comunicadores y dirigentes utilizando un lenguaje bélico —«enemigos», «traidores», «el país está en juego»—. Y tercero, el fácil acceso a armas de fuego en un país donde transformar un impulso violento en acción letal es cuestión de segundos.

Desde el asalto al Capitolio, hace un lustro, la desconfianza es cada vez mayor en Estados Unidos. En ese entonces, cientos de manifestantes entraron en el edificio a la fuerza en un episodio que acabó con varios fallecidos. Ahora, los episodios se repiten cada vez con más frecuencia. Más allá de los cinco ataques contra políticos previamente comentados, en los últimos meses también ha sucedido el asesinato del consejero delegado de la mayor aseguradora médica del país y, en el mes de junio, el asesinato de una pareja judía en Washington D.C. A estas alturas, la pregunta no es si habrá otro intento, sino cuándo y contra quién.

*Para El Debate

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