





A propósito de los últimos días de la campaña electoral en Bolivia, una curiosa fiebre ha contagiado a ciertos sectores “progresistas” de la burguesía nacional: la repentina urgencia de “llegarle al pueblo”. Algunos redescubren el credo de lo nacional-popular; otros desempolvan viejos manuales de socialdemocracia. No faltan quienes, con tono paternal, hablan de “empatía” hacia los pobres y la necesidad de “acercarse a ellos”. La escena sería conmovedora si no fuera tan cómica.


Detrás de esta súbita fascinación por lo popular se esconde una vieja impostura en la región: la idea de que basta con invocar al pueblo para redimirlo. En la América Latina de caudillos, esa fe ha producido más frustraciones que conquistas. En Bolivia, muchos siguen elogiando la reducción de la pobreza durante el primer gobierno de Evo Morales, sin reconocer que aquel milagro fue tan efímero como los precios del gas y los minerales que lo sustentaron. Hoy, bajo el mismo liderazgo y con un Estado exhausto, el país ha regresado a niveles de pobreza comparables con los de hace cuatro décadas.
El relato triunfalista del falso socialismo boliviano ocultaba un teatro de excesos. No hubo diversificación productiva ni modernización institucional, ni inversiones esenciales en educación y salud. Hubo, sí, una orgía de gasto alimentada por el boom de las materias primas, la estabilidad macroeconómica y la condonación de la deuda heredada de los gobiernos “neoliberales” a los que tanto denostaron. Aquella oportunidad histórica, con los mayores ingresos de la historia nacional, se dilapidó en subsidios, prebendas y propaganda. Cuando se agotó el gas, se agotó también el relato.
La pobreza volvió, pero el mito sobrevivió: el mito de que los pobres son buenos por naturaleza, los ricos malos por definición y lo popular virtuoso por esencia. Esa superstición moral, que confunde la dignidad con la pureza, convierte la miseria en identidad y la desigualdad en coartada. Como observó el maestro del cine español Luis Buñuel, quien entendía la miseria con la misma lucidez con que filmaba los sueños, la tragedia no reside en la pobreza, sino en la exaltación sentimental de los pobres.
Esa indulgencia sentimental tiene consecuencias políticas profundas. Justifica la mediocridad, reemplaza el mérito del ciudadano por la pertenencia étnica y anestesia cualquier debate sobre productividad, educación o innovación. Se adula al pueblo mientras se le condena a la dependencia. Se habla en su nombre, pero se le priva de lo único que podría emanciparlo: instituciones que funcionen, justicia independiente y un sistema que premie el esfuerzo, no la lealtad partidaria.
El espejismo de lo popular no es un fenómeno exclusivamente boliviano. En buena parte de América Latina, gobiernos y movimientos agrupados en torno al llamado Grupo de Puebla y otras corrientes «progresistas» de izquierda han hecho de la pobreza un ideal y del resentimiento una bandera moral. Su discurso de redención social se sostiene más en la emoción que en la razón, y en la victimización más que en la responsabilidad. Allí donde gobernaron, la retórica sustituyó a la gestión y la compasión se convirtió en instrumento de poder. En lugar de transformar las estructuras que reproducen la desigualdad, las administran como fuente de legitimidad.
Así, el populismo sentimental ha convertido la política en un ritual terapéutico. Se celebra la “voz del pueblo” mientras se silencia al individuo; se exalta la identidad colectiva mientras se destruye la autonomía personal. En su versión más perniciosa, ese discurso ha hecho del fracaso un emblema de autenticidad y de la pobreza un horizonte moral. La consecuencia es una región atrapada en su propia mitología: una América Latina que glorifica al oprimido pero perpetúa la opresión.
El verdadero desafío no es “acercarse al pueblo”, sino construir países donde nadie necesite que lo salven. Donde la igualdad de oportunidades no sea una promesa electoral, sino una consecuencia del mérito, la ley y el trabajo. Librar a los ciudadanos de la pobreza y la discriminación sólo se logra creando condiciones estructurales de desarrollo individual: educación de calidad, salud pública moderna, libertad económica y justicia imparcial.
La impostura de lo popular consiste, precisamente, en transformar la compasión en ideología y la desigualdad en excusa perpetua. Durante años se nos vendió la pobreza como virtud y la demagogia como justicia social, mientras los mismos que prometían redención desde la retórica de los pobres se enriquecían con su miseria.
Pero el país –y la región entera– no necesitan más redentores: necesitan constructores. Un próximo gobierno en Bolivia, y en cualquier nación atrapada en este ciclo, deberá romper con esa sentimentalidad que glorifica la pobreza y paraliza el progreso. Deberá atreverse a una transformación profunda, que empiece por la educación y la salud, que promueva la productividad y la creatividad, que devuelva dignidad a la justicia y restablezca la independencia de los poderes.
Esa reconstrucción no será posible sin instituciones que garanticen derechos individuales, sin una revolución tecnológica que conecte a nuestras sociedades con el siglo XXI, y sin un cambio cultural que reemplace los complejos de lo popular por el orgullo de lo posible.
El futuro de América Latina no se construirá apelando a la nostalgia del pueblo, sino a la inteligencia de los ciudadanos. La verdadera justicia social no surge del resentimiento, sino de la igualdad de oportunidades. Y eso exige dejar atrás el teatro de la compasión para entrar, de una vez por todas, en la era de la responsabilidad.
Fuente: PanamPost





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