





¡Oh, la magnánima generosidad del dictador! En un gesto que solo puede ser calificado de cumbre del cinismo, se nos anuncia que la Navidad ha llegado temprano a Venezuela. Sí, esa Venezuela donde la «paz» se mide en el número de presos políticos – ¡más de 840 almas! – que languidecen en las mazmorras del régimen. ¡Qué espíritu navideño tan peculiar, donde la libertad es el regalo que se niega!


Y mientras se nos insta a engalanar los hogares con luces y típicos adornos de la época, miles de ciudadanos viven bajo la sombra de la comparecencia judicial, sometidos a un escabroso régimen de presentación ante tribunales, con sus vidas suspendidas en el limbo de un sistema que no conoce la justicia, solo la obediencia. ¡Qué dulce villancico el de la zozobra diaria, cortesía de un régimen que ha transformado la ley en un látigo !Claro! no acudirán a tocar las puertas de los hogares los grupos vecinales cantando aguinaldo, sino los pelotones que ejecutan la siniestra Operación Tun Tun.
¿Navidad, dicen? ¿Cómo puede hablarse de «reunión y confraternidad familiar» en un país donde nueve millones de hijos, padres, hermanos, nietos y amigos han sido arrancados de su tierra, dispersos por el mundo en una diáspora dolorosa? Millones de familias desgarradas, sus sillas vacías, sus esperanzas rotas, mientras la cúpula sonríe y declara que es tiempo de regocijo y al mismo tiempo «convoca a los venezolanos a integrarse a las milicias guerreristas». ¡Qué ironía tan amarga la de invocar la unidad en medio de tanta desintegración!
Y qué decir de los servicios públicos, esos pilares de la civilización que en Venezuela se han convertido en ruinas humeantes. La electricidad parpadea, el agua potable es un lujo, la gasolina una quimera en el mismísimo país con las reservas de petróleo más grande del mundo ¿Que paradoja, no?. ¿Es que la magia de la Navidad hará que el agua corra por las tuberías y las luces no se apaguen? ¿O es que el dictador cree que la fe mueve montañas, aunque la gestión pública no mueva ni un alfiler?
Hablemos de los educadores, esos mártires que intentan sembrar conocimiento en escuelas desoladas, con niños famélicos, recibiendo apenas dos días de clases, con una educación que es una caricatura de sí misma. ¿Qué alegría puede sentir un maestro que ve el futuro de una nación desvanecerse en aulas sin recursos tecnológicos, sin esperanza, sin un plato de comida decente? ¿Quizás la Navidad les traiga el milagro de una reforma educativa real, o al menos un almuerzo nutritivo para sus alumnos?
*Para El Debate





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