



Desde que asumió nuevamente la presidencia en enero, Donald Trump ha dejado claro que su segundo mandato no buscará pasar desapercibido. Entre las decisiones más sorprendentes que han trascendido desde la Casa Blanca está el renovado interés del presidente por hacerse con Groenlandia, la enorme isla ártica bajo soberanía danesa que, desde hace tiempo, despierta el apetito estratégico de Washington. Lejos de ser solo una excentricidad personal —aunque no le falta ese componente trumpiano de espectáculo y provocación—, el plan tiene motivaciones geopolíticas profundas: Groenlandia representa una pieza clave en la nueva carrera por el Ártico, en un contexto donde el deshielo y la competencia con China y Rusia reconfiguran el tablero global.


Trump ya había tanteado esta idea durante su primer mandato en 2019, provocando perplejidad en Europa y el rechazo inmediato de Copenhague. «Groenlandia no está en venta», dijo entonces la primera ministra danesa, Mette Frederiksen. El comentario llevó incluso a la cancelación de una visita oficial del presidente estadounidense a Dinamarca. Pero ahora, con una nueva Administración, un equipo más alineado con su visión geopolítica y un escenario internacional mucho más tensionado, la iniciativa ha cobrado nuevo impulso.
Trump ha declarado abiertamente que su Gobierno está evaluando «todas las opciones» para obtener el control de la isla, y no ha descartado el uso de presión militar o económica para alcanzar su objetivo. Ha justificado esta ambición con una frase que repite desde hace semanas: «Necesitamos Groenlandia para la seguridad nacional». El Ártico se ha convertido en un escenario cada vez más codiciado por las grandes potencias, tanto por sus rutas estratégicas como por su potencial energético y minero. En este contexto, Groenlandia es algo más que un pedazo remoto de hielo: es una plataforma geopolítica de proyección global.
Más allá de los discursos, el gobierno estadounidense trabaja en propuestas concretas. Según reveló The New York Times, una de las ideas en discusión sería ofrecer a cada habitante de Groenlandia —alrededor de 56.000 personas— un cheque anual de 10.000 dólares como incentivo para sumarse al proyecto estadounidense. El plan busca reemplazar los aproximadamente 600 millones de dólares anuales que Dinamarca destina en subsidios al territorio autónomo, y que Trump considera «insuficientes» frente al potencial de desarrollo que podría tener la isla bajo administración estadounidense.
El cálculo político detrás de la idea es claro: ganarse el apoyo local en una población que, si bien tiene un alto grado de autonomía, aún depende de las decisiones que se toman en Copenhague. Trump ha insinuado que Dinamarca ha «abandonado» a Groenlandia y que Estados Unidos podría ofrecer un futuro mejor a sus habitantes, tanto en términos económicos como estratégicos.
¿Pero cuánto valdría Groenlandia?
Si uno quisiera ponerle precio a la isla más grande del mundo que no es un continente, las cifras varían ampliamente. El economista David Barker, exfuncionario de la Reserva Federal de Nueva York y actualmente desarrollador inmobiliario, ha estimado en The New York Times que Groenlandia podría valer entre 12.500 millones y 77.000 millones de dólares, dependiendo de qué modelo de cálculo se utilice. Su enfoque parte de comparaciones con adquisiciones territoriales pasadas, como la compra de Alaska en 1867 o la de las Islas Vírgenes en 1917.
La adquisición de Alaska, por ejemplo, le costó a Estados Unidos 7,2 millones de dólares entonces, lo que hoy serían unos 150 millones ajustando por inflación. Groenlandia, con una superficie aún mayor, una posición más estratégica y recursos más prometedores, podría ser varias veces más costosa. En tanto, el precio de las Islas Vírgenes, ajustado al crecimiento del PIB danés, serviría como base para la estimación más conservadora: unos 12.500 millones.
El caso de Groenlandia es distinto, sin embargo, porque su valor no se mide solo por el terreno en sí. Su importancia radica en el control del Ártico, las posibilidades de extracción de minerales estratégicos como tierras raras, uranio, litio y cobre, y su papel como punto de apoyo para la defensa antimisiles y el rastreo espacial desde la base aérea de Pituffik, operada por Estados Unidos desde hace décadas. Algunos cálculos incluso elevan su valor potencial, basándose en sus reservas de recursos naturales, hasta más de un billón de dólares, aunque esos números dependen de escenarios optimistas sobre la explotación y comercialización de esos recursos.
A diferencia de otras compras históricas de tierras por parte del país norteamericano, esta vez no se trataría de un territorio deshabitado o carente de voz propia. Groenlandia no es una colonia olvidada, sino que tiene un gobierno autónomo, una identidad cultural fuerte, y un creciente sentimiento nacionalista. Aunque sigue bajo soberanía danesa, su constitución le otorga capacidad de autodeterminación, y cualquier intento de transferencia debería contar con la aprobación de sus propios ciudadanos.
Además, el contexto internacional ha cambiado. Una compra territorial en pleno siglo XXI —aunque voluntaria— sería vista como un movimiento geopolítico agresivo, con implicaciones para Europa, la OTAN y la estabilidad del Ártico. El Gobierno danés, por su parte, ha reiterado su rechazo al plan y considera «absurdo» hablar de una venta territorial como si se tratara de bienes raíces.
Trump, sin embargo, no parece dispuesto a abandonar la idea. En marzo, el vicepresidente J.D. Vance visitó la base militar en Groenlandia junto a su esposa, sin invitación oficial del gobierno local. El episodio culminó en escándalo cuando la comandante de la base fue destituida tras emitir una carta criticando la postura oficial del gobierno estadounidense. Una muestra de que, más allá de lo diplomático, el tema ya está generando grietas internas dentro del propio aparato militar.
Para Trump, esta podría ser la gran operación simbólica de su segundo mandato. Si logra avanzar con el plan, no solo se aseguraría una posición de ventaja en la nueva competencia por el Ártico, sino que dejaría su nombre ligado a una de las pocas adquisiciones territoriales modernas realizadas por una superpotencia. Lo que para algunos es una fantasía colonial anacrónica, para Trump podría ser el deal of the century.
*Para El Debate


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