





Durante el primer mes de gobierno de Donald Trump, aproximadamente, la pregunta repetitiva y predominante dentro y fuera de Venezuela, se concentró en cuál sería el camino que la política exterior de la Casa Blanca tomaría frente a la dictadura de Nicolás Maduro. También, no debemos olvidarlo, hacia Cuba y Nicaragua.


Se produjeron esos días señales de contradictoria apariencia. La visita de Richard Grenell a Caracas, a finales de enero, de la que se difundieron imágenes posadas y maquilladas, cargadas de sonrisas y buenos modales, levantaron las cejas de muchos: ¿acaso Estados Unidos iniciaría una etapa de relaciones «blandas» con la dictadura, quien sabe si por influencia de Vladimir Putin y Serguéi Lavrov, este último el canciller de Rusia y, por lo que se lee en informes de inteligencia, el cerebro de la política de Putin hacia Hispanoamérica?
Se dijo que los intereses de las empresas petroleras estadounidenses y europeas, presionarían a favor de establecer algún modo de convivencia que mantuviera las operaciones petroleras fuera de la agenda política. Ese supuesto levantó las alarmas de la oposición democrática y de las organizaciones defensoras de los derechos Humanos: ¿Qué pasaría con las sanciones que, aunque haya sectores interesados en negarlo, afectan medularmente a los altos dirigentes del régimen? ¿Se estancaría o se mantendría el apoyo de Estados Unidos y la comunidad internacional al presidente electo Edmundo González Urrutia, a la dirigencia política democrática y a la lideresa María Corina Machado? ¿Qué lugar ocuparían los presos políticos, por ejemplo, en una agenda Estados Unidos-Venezuela, en la que negocios e intercambios económicos tomasen una posición privilegiada?
Alrededor del 20 de febrero, justo cuando Trump cumplía un mes en el gobierno, el panorama comenzó a despejarse y a mostrar con creciente claridad, que hay una política definida y nítida, que puede sufrir variaciones en el modo en que se ejecuta, pero cuyos lineamientos son evidentes y firmes. Quiero decir, Trump y los suyos comparten una visión de Venezuela, y ella es núcleo que alimenta sus pensamientos e iniciativas.
Lo primero que hay que advertir es que, a pesar de que el gobierno de Estados Unidos tiene otras grandes preocupaciones y problemas de profunda y compleja envergadura -la guerra de Ucrania, el acoso del islamismo terrorista a Israel, las luchas comerciales y tecnológicas con China, los flujos de inmigrantes que presionan sobre la frontera sur del territorio estadounidense, el impacto de sus políticas comerciales y arancelarias-, a pesar de todo ello, la dictadura de Nicolás Maduro, Diosdado Cabello y Vladimir Padrino López no ha sido desplazada a un segundo plano. Se la vigila minuto a minuto. Es tema recurrente de estrategias, programas y decisiones. La muy importante presencia de altos cargos de origen hispano en el gobierno de Trump —Marco Rubio, Mauricio Claver-Corone y otros—, están contribuyendo, ahora mismo, a mantener muy viva la grave problemática de las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Si se analiza el conjunto de declaraciones, anuncios y decisiones, la visión del gobierno de Estados Unidos resulta inequívoca: el régimen de Maduro es un régimen delincuente, asociado al narcotráfico, al lavado de dinero, a la corrupción estructural, la violación de los Derechos Humanos y hasta la exportación de bandas delictivas al territorio estadounidense.
Existe un retrato ampliamente difundido y un expediente cada vez más voluminoso del actual poder venezolano, cuya conclusión ha sido enunciada una y otra vez: la dictadura de Maduro constituye un peligro real para Estados Unidos y para el continente y, como tal, debe manejarse con precauciones y firmeza, sin concesiones ni treguas que lo beneficien.
Por lo tanto, la política de Trump es y será de la mayor presión posible: disposiciones comerciales, legales, financieras, policiales, relativas a las exportaciones petroleras, al ejercicio diplomático y muchas más.
Este endurecimiento tiene sus antecedentes. Estados Unidos sabe que Maduro y sus operadores han utilizado los mecanismos de las relaciones internacionales para mantenerse en el poder, de forma extrema y descarada a partir del 28 de julio, cuando, fundamentado en el poder de las armas, instauraron una dictadura que desconoció su derrota electoral y el indiscutible triunfo de Edmundo González Urrutia.
Es este conjunto el que debe ser seguido por los demócratas venezolanos. Hay una política en curso destinada al acorralamiento irreversible del régimen, que apenas ha dado sus primeros pasos. Con las medidas tomadas hasta ahora —que incluyen la reciente imposición de aranceles a los posibles compradores—, el petróleo venezolano se ha convertido, de un día para otro, en una mercancía costosísima, no competitiva, cuyo mercado real y potencial se ha derrumbado sin solución a la vista.
El gobierno de Trump continuará tomando medidas. Que nadie lo dude. La situación financiera, comercial y política de Maduro, incluso frente a sus enchufados, familia y amiguetes; frente a funcionarios del gobierno y del PSUV; y, sobre todo, frente al corrupto estamento militar, será cada día más insostenible.
Maduro se aproxima, hora tras hora, al borde del precipicio. Esta afirmación no es un eslogan ni una presunción. Está a la vista. Pero no será ninguna fuerza extranjera la que ejecute la tarea final. El empujón es un deber de la sociedad venezolana que no cesa de luchar por un cambio que encamine a Venezuela hacia la democracia.
*Para El Debate




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