La narcodictadura de Venezuela y la banalidad del mal

OPINIÓN Miguel Henrique Otero*
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Al final de la tarde del 11 de mayo de 1960, 336558 volvía de su trabajo. Entonces se desempeñaba como empleado de una lavandería. El bus se detuvo en una calle de un barrio de Buenos Aires y se apeó. De inmediato puso rumbo a su casa. Cuando había dado unos cuarenta pasos, un vehículo se detuvo a su lado. De él se bajaron miembros del Mosad y del Shin Bet –servicios de Inteligencia de Israel– y lo atraparon. Habrían podido ejecutarlo en ese momento, sin que nada lo impidiera. Pero lo introdujeron en un vehículo y partieron.

Lo condujeron a un escondrijo donde lo mantuvieron oculto durante nueve días. En dos ocasiones estuvieron a punto de trasladarlo. Hasta que la noche del 20 de mayo, en un episodio de insólita audacia, esposado y amordazado, lo embarcaron en un avión que recorrería los más de 12 mil kilómetros que separan a Buenos Aires de Tel Aviv.

Ricardo Klement era una falsa identidad. Se trataba de Adolf Eichmann, nazi y miembro de las SS que, tras mostrar sus considerables capacidades organizativas, ascendió en la jerarquía del Tercer Reich, y fue responsable directo de la deportación y aniquilación en campos de concentración, principalmente ubicados en Polonia, de millones de judíos

No fue fácil para la Inteligencia israelí establecer que Eichmann se había convertido en Klement, y más arduo todavía localizarlo en Argentina. El criminal de guerra había escapado de una prisión en Hamburgo. Adquirió la identidad de Otto Heninger y se convirtió en leñador. En 1950, Odesa, la red clandestina nazi, con la colaboración de un sacerdote franciscano, logró esconderlo en Italia y dotarlo del nombre de Ricardo Klement y de un relato biográfico: apátrida, soltero, obrero agrícola y católico. Al llegar a Argentina trabajó, entre otros oficios, cuidando conejos en una granja. Establecido, Eichmann hizo los arreglos para que su esposa e hijos viajaran a Buenos Aires: siguiendo sus pasos llegaron a ella y a Eichmann, los agentes israelíes.

Ante la expectación que el juicio a Eichmann produjo en Europa y Estados Unidos, The New Yorker envío a la filósofa Hannah Arendt a Jerusalén a cubrir el juicio. Dicho de forma apurada, ocurrió esto: todas las previsiones de la pensadora se derrumbaron. Eichmann no era un sujeto satánico ni intimidante. En vez de un monstruo moral, se encontró con un hombre corriente, más o menos mediocre, de argumentos enrevesados y repetitivos, más opaco que astuto, mentiroso y simplón, burócrata desprovisto de la curiosidad o del vuelo necesario para pensar en su propia experiencia con alguna profundidad.

De aquella perplejidad, y de su poderosa mente analítica, no solo surgió un libro que desató resonantes controversias, Eichmann en Jerusalén; sino que en sus páginas se trazó una de las tesis de filosofía política más potentes, duraderas e influyentes del siglo XX: la banalidad del mal.

El concepto de banalidad del mal parte de esta propuesta: la de un sujeto que hace el mal, lo ejecuta, sin pensar en lo que significa. No se hace preguntas sobre las consecuencias de sus actos o decisiones. No se plantea la posibilidad de juzgarse a sí mismo. No se interroga por la legitimidad de los hechos. Por lo tanto, o no distingue los límites entre el bien o el mal, o siente que esa discusión no le concierne. Actúa sin levantar la vista hacia los asuntos más inmediatos de la responsabilidad.

En el fondo, está sometido, por decisión propia o por impotencia moral, a la exigencia del deber, del cumplimiento de las órdenes recibidas, del reconocimiento acrítico de las jerarquías, sometido también a las lógicas de la organización a la que pertenece, ajeno a las repercusiones de sus actos. «No siente un odio patológico, sino que está desconectado de la humanidad, del sufrimiento de sus víctimas». No reconoce su responsabilidad, se ha limitado a ejecutar las órdenes recibidas.

Armados con el concepto de banalidad del mal, distintos historiadores han estudiado las lógicas, las culturas corporativas, los valores cotidianos, las conductas y hasta las conversaciones menudas de los funcionarios policiales, militares o paramilitares que persiguen, torturan, extorsionan y ocasionan sufrimiento a los que han sido definidos como enemigos.

El que llamaré 'prototipo Eichmann' no es excepcional en sus trazos gruesos: la figura del mediocre sumiso, perruno y obediente; del que rompe la puerta de un hogar en la madrugada con una patada bestial; del que emplea su mejor concentración en el encargo de causar dolor extremo en una sesión de tortura; el que apunta a la cabeza de un joven manifestante que reclama libertad y, a continuación, informa a su superior con indisimulado orgullo, que ha cumplido como corresponde, todos son engranajes, piezas encadenadas de las maquinarias de violar los Derechos Humanos, que dirigen perversos con poder, insaciables resentidos con voluntad criminal, como Nicolás Maduro, Diosdado Cabello, Vladimir Padrino López, Daniel Ortega, Rosario Murillo, Miguel Díaz Canel y otros.
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*Para El Debate

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