





Para el diputado bonaerense de La Libertad Avanza Agustín Romo, en Argentina hay que deportar a “muchísima gente”. Ante esta declaración, el economista kirchnerista Sergio Chouza pretendió darle cátedra de liberalismo, recordando que esta corriente de pensamiento cree en “la libre movilidad de bienes, capitales y también de personas”. Ahora, esta discusión también abre la puerta a varias interrogantes: ¿Hay incompatibilidad entre los principios liberales y las prerrogativas de los gobiernos nacionales de deportar a una persona que llegó desde otro país?


Como suele suceder en los debates que proponen los kirchneristas, siempre se apela a verdades a medias, que en la aplicación concreta termina pesando más la mitad de la mentira. Chouza dice algo es cierto. El liberalismo cree en la movilidad de bienes, capitales y personas. Sin embargo, esto no tiene contradicción alguna con la eventual necesidad de deportar a un extranjero problemático, que apela al fraude o a la violencia, complicándole la vida a los ciudadanos nativos de un país, pero también a otros extranjeros que deciden vivir allí civilizadamente.
Para el liberalismo, la principal función de las fronteras es evitar un gobierno mundial, que siempre tenderá a la corrupción y a la dictadura, por los incentivos de la concentración de poder. Entidades internacionales, como la Unión Europea, mostraron grandes logros cuando se dedicaron a limitar el poder de las burocracias locales. Por ejemplo, el euro resultó una mejor moneda que varias de las variantes en algunas naciones, como pudo ser en su momento la peseta. Por otra parte, en sintonía con lo que dice Chouza, la libre circulación de personas y capitales contribuyó a un proceso de paz virtuoso para el viejo continente.
No obstante, cuando estas organizaciones se pervierten (o simplemente evolucionan, si analizamos la proyección desde una perspectiva crítica en materia de incentivos) las prerrogativas supranacionales se tornan desastrosas. Al respecto, el escritor Agustín Laje analiza en profundidad este fenómeno denominado “globalismo” en su último libro. Por estos riesgos del poder centralizado es que en el debate liberal se retoma el tema de las naciones y las fronteras, más allá del enfoque internacionalista en materia de derechos individuales, que nunca pueden ser suprimidos por ningún gobierno o Estado-nación.
Para el liberalismo, las personas cuentan con el derecho a la libertad y a la búsqueda de la felicidad, sin importar donde hayan nacido, pero no hay derecho a amenazar la vida, la libertad o la propiedad de los demás. En este sentido y a grandes rasgos, hay dos tipos de personas en todo el mundo, sin importar donde hayan nacido: quienes desean progresar con el sudor de su frente y son elementos pacíficos para la vida en sociedad, relacionándose con contratos libres y voluntarios y quienes, lamentablemente, viven alejados de esas premisas civilizatorias. Es decir, quieren vivir parasitando a los demás y apelan al fraude o la violencia.
Aunque los nacionalistas (que no son más que colectivistas como los socialistas, que ven virtudes de clase) busquen explicaciones rebuscadas para ver el virtuosismo de un lado de la frontera y los defectos del otro, todos los países del mundo tienen personas de los dos tipos: las honestas y las indeseables. Las instituciones virtuosas promueven mejores valores en términos generales, teniendo a los “hombres grises” viviendo bajo las normas de la convivencia, mientras los contextos adversos y corruptos generan lo contrario. Ahora, para el caso de Argentina (y lo mismo aplica para el resto de los países), es necesario reconocer que hay argentinos decentes y argentinos que van en contra de esos valores. Lo mismo pasa con los extranjeros. Los hay honrados y los hay delincuentes. Dado que de los nacionales lamentablemente debemos hacernos cargo (abre un interesante debate Donald Trump con sus intentos de acordar con gobiernos de otros países la deportación de delincuentes locales a cambio de acuerdo comerciales), lo más lógico que podemos hacer es deportar a los delincuentes que no sean nacionales. Esto no es xenofobia, es sentido común y utilización de los recursos legales a la mano, para solucionar un problema.
Chouza debería advertir si dentro de las filas del liberalismo alguien pide deportación con argumentos nacionalistas infantiles, como, por ejemplo, que un extranjero le está “quitando un puesto de trabajo a un argentino”. Esas sandeces no tienen lugar dentro de las ideas de la sociedad abierta.
Desafortunadamente, los argentinos de bien deben sostener con sus impuestos los procesos judiciales y las cárceles para lidiar con los argentinos y los extranjeros que delinquen. Sería interesante también comenzar a explorar un método de privatización del sistema carcelario, donde los malvivientes deban trabajar por el techo y su comida, como lo hacemos los demás. Deportar a las personas que se comportan de manera hostil contra el resto (también nacionales y extranjeros) es de sentido común indica y no se relaciona con algún tipo de sentimiento xenófobo. La única diferencia del lugar de nacimiento es que, por ahora, de uno debemos responsabilizarnos, y del otro podemos resolver la cuestión de forma más accesible.
Para los ciudadanos del mundo que quieran habitar el suelo argentino en paz, viviendo de su trabajo y ganándose la vida en el mercado, las puertas abiertas, como indica la Constitución Nacional. Abrirlas a los delincuentes es una tontería y traición a la patria.
Fuente: PanamPost


