De apoyo incondicional a gran rival político: la historia de la relación rota entre Trump y Musk

EE.UU Hugo Marugán*
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Hace cuatro años, el octogenario director de cine Ridley Scott, con varias propuestas fallidas en estos últimos años, estrenó una película más que correcta con un planteamiento interesantísimo: El último duelo, un largometraje que comienza con una pelea a muerte entre dos personas que durante la mayor parte de su vida se consideraron amigos inseparables. Ya no vivimos en el mundo medieval en el que se ambienta dicha película, y las peleas a muerte se han sustituido por batallas políticas, como la que están librando estas últimas semanas Donald Trump y Elon Musk, que amenaza con reconfigurar el tablero político estadounidense.

El magnate sudafricano Elon Musk, que desde hacía años coqueteaba con la política desde la trinchera tecnológica, encontró en Trump a un socio dispuesto a abrirle las puertas del poder. Hace un año, en plena campaña presidencial, ambos protagonizaron escenas en las que se les veía como uña y carne. Por si fuera poco, ambos se necesitaban para llegar a donde querían, pues mientras Musk donó más de 260 millones de dólares a su campaña, también aceptó un cargo inédito como jefe del Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), una suerte de brazo tecnocrático de la Casa Blanca que, al menos en apariencia, tenía libertad para repensar las estructuras del Estado.

Durante meses, su presencia en Washington fue celebrada como una señal de que el trumpismo podía tender puentes con el mundo de la innovación. Musk participaba en reuniones clave, influía en políticas fiscales y tenía acceso directo al Despacho Oval. Trump lo presentaba como un ejemplo del «nuevo genio americano», aunque fuera sudafricano. Todo parecía ir bien.


El punto de inflexión ocurrió a finales de mayo, cuando ambos protagonizaron una puesta en escena que, aunque elegante, escondía un desencuentro amargo. Musk abandonaba su cargo tras agotar el máximo legal de 130 días como funcionario temporal. Trump lo despidió entre elogios y sonrisas para la prensa, y Musk, fiel a su estilo, respondió con un hilo en X lleno de gratitud y diplomacia. Pero en privado la relación ya se había agrietado. Musk quería quedarse más tiempo y Trump no solo se negó, sino que se aseguró de que no hubiera excepciones. 

Las cosas empeoraron cuando el Gobierno descartó utilizar la red de satélites Starlink —el proyecto estelar de SpaceX— como infraestructura para modernizar la FAA, la agencia federal de aviación. Musk, que ya veía en esa negativa un desaire estratégico, recibió otro golpe poco después: la Casa Blanca bloqueó la designación de Jared Isaacman, un viejo aliado suyo, como próximo director de la NASA.

El 24 de junio, Trump hizo unas declaraciones aparentemente anodinas en las que aseguraba estar «decepcionado» con algunas críticas de Musk, particularmente con su rechazo a la nueva reforma fiscal, que el empresario calificó de «abominación repugnante». Pero esa fue apenas la chispa. Lo que vino después fue dinamita: sin previo aviso, Musk publicó un mensaje en X sugiriendo que Trump estaba involucrado en el caso Epstein y que esa era la razón por la que aún no se habían desclasificado ciertos documentos judiciales. «Es hora de soltar la bomba», escribió, sin aportar pruebas.

Desde entonces, la relación dejó de ser tensa para volverse abiertamente hostil. El 4 de julio, mientras Trump firmaba su esperada ley fiscal en un acto televisado, Musk sorprendía a todo el país anunciando la creación del Partido de América (America Party), un nuevo partido político con el que pretende reventar el bipartidismo desde dentro. Lo presentó como un «movimiento ciudadano», pero en realidad es una maquinaria perfectamente diseñada para desestabilizar el dominio republicano en distritos clave. Según sus propias estimaciones, podrían arrebatar de dos a tres escaños en el Senado y hasta diez en la Cámara de Representantes. Con las elecciones de medio mandato en el horizonte, y el miedo republicano a perder su mayoría en las Cámaras, no es algo menor.

Trump no tardó en responder. Desde Truth Social, su red social, lo llamó «un tren descarrilado» y aseguró que «los terceros partidos nunca han tenido cabida en Estados Unidos». En tono burlesco, añadió que sin subsidios públicos Musk tendría que «volver a Sudáfrica». La Bolsa reaccionó con nerviosismo y las acciones de Tesla se desplomaron más de un 6 por ciento en cuestión de horas.

Lo que parecía una escaramuza entre dos titanes heridos se ha convertido en una guerra declarada. Musk no puede aspirar a la presidencia por haber nacido fuera de Estados Unidos, pero está decidido a tener una silla —o varias— en la mesa donde se reparten las decisiones más importantes del país. Trump, por su parte, ha demostrado que no tolera la disidencia, mucho menos de alguien a quien alguna vez consideró un aliado estratégico. De amigos inseparables a dos meses de reprimendas públicas y duras críticas, retándose constantemente a la espera de tener un último duelo.

*Para El Debate

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