





Llevamos tiempo hablando, casi de pasada, del creciente peso de la inteligencia artificial (IA) en la economía estadounidense y global. Hoy ya no es predicción: es realidad.


En 2025, los centros de datos y fábricas de supercomputadoras superan el 9 % del consumo eléctrico nacional. El aumento de las valoraciones en compañías de IA explica más del 50 % del crecimiento del PIB. Solo este año, las start-ups del sector han levantado más de 350.000 millones de dólares entre deuda y capital, a lo que se suman más de 500.000 millones invertidos internamente por las Big Tech.
Vale la pena asomarnos a las batallas –tecnológicas, empresariales y geopolíticas– que se están librando en torno a la IA. Su desenlace marcará nuestras vidas antes de lo que imaginamos.
Una carrera sin meta clara
Lo paradójico es que nadie parece ponerse de acuerdo sobre cuál es exactamente la meta.
Los «visionarios» del sector –Altman, Thiel, Musk y compañía– creen que quien alcance antes la inteligencia artificial general (AGI), capaz de igualar o superar al ser humano en cualquier tarea intelectual, ganará la guerra y dejará sin aire a los demás. Otros suben la apuesta y hablan de superinteligencia: un auténtico Deus ex machina muy por encima de cualquier cerebro humano.
Silicon Valley, en esta carrera, se parece al Viejo Oeste. Las compañías se arrebatan ingenieros con bonos de cien millones de dólares y gastan hoy lo que quizá no ingresen en una década. OpenAI, por ejemplo, ha anunciado un CAPEX de 1,2 billones de dólares para diez años, con ingresos actuales de unos 16.000 millones. Las consecuencias de ganar –económicas, militares y políticas– son obvias.
Los mercados: tecnología… y clientela
Otros son más pragmáticos. David Sachs, «zar» de la IA en la Administración Trump, prevé un mundo con varios ganadores tecnológicos de nivel similar. En ese escenario, vencerá quien conquiste el mercado, no necesariamente quien tenga el modelo «más listo». Bajo esta lógica, OpenAI, con cientos de millones de usuarios, y Google, con su dominio de las búsquedas tienen una ventaja evidente. Apple, rezagada por su insistencia en la privacidad y en que la IA resida en el teléfono, parece esperar paciente: quien gane, acabará dentro de sus iPhones.
Donde está el verdadero valor
Un tercer grupo –donde me ubico– piensa que el gran negocio no estará en los modelos «puros», que tenderán a parecerse y a comoditizarse, sino en aplicarlos sobre datos propietarios en industrias muy concretas. La bio-médica es un ejemplo claro: los datos son privados y las grandes farmacéuticas parten con ventaja para entrenar sistemas sobre sus bibliotecas gigantescas de moléculas y fármacos. Oracle, o start-ups como Infinite Technologies, empujan en esa dirección. Microsoft, prudente, desarrolla Copilot… y al mismo tiempo se abraza a OpenAI. Por si acaso.
Cómo llegar: fuerza bruta o «entender el mundo»
Casi todos los llamados «modelos de frontera» han elegido el camino de la potencia bruta: más chips, más datos, más re-entrenamiento… y mucho más dinero. Frente a esa ortodoxia surge un grupo de rebeldes encabezados por Yann LeCun, que acaba de dejar Meta para fundar una competidora. LeCun sostiene que los LLM tienen un límite: aprenden solo de texto. Propone modelos centrados en «world models», capaces de construir representaciones del mundo físico, espacial y causal –aprendiendo de vídeo y señales sensoriales–, más cercanos a cómo aprenden los niños. El objetivo: una IA más autónoma y razonadora.
Disrupción acelerada (y no solo económica)
Que una u otra visión prevalezca no es un debate académico. Quien controle esta tecnología podrá transformar sectores enteros en muy poco tiempo. Y la disrupción laboral resultante será la más rápida –y quizá la más profunda– de nuestra historia reciente. Nos guste o no.
La IA no sustituirá únicamente tareas repetitivas: penetrará en profesiones «de cuello blanco» –abogacía, medicina, contabilidad, educación– automatizando análisis, redactando informes y tomando decisiones asistidas. El reto no es solo el empleo que desaparece, sino la velocidad del reemplazo. Las sociedades suelen tolerar el cambio cuando ofrece tiempo para reciclarse; lo que está por venir amenaza con concentrar en pocos años transformaciones que antes se distribuían en generaciones.
La paradoja es que los países que consigan adoptar la IA más rápido serán también los que generen, a medio plazo, más empleos nuevos… pero solo si no estrangulan el proceso con miedo o sobre-regulación. Como con cualquier otra revolución productiva, todavía no podemos ni sospechar los nuevos puestos de trabajo que se generarán en el nuevo paradigma. Pero sí sabemos que el que llegue primero obtendrá los mayores beneficios.
Cuando la tecnología se vuelve política
Aquí entra la política, y el contraste entre países se vuelve nítido. Estados Unidos ha decidido que la IA es un asunto de seguridad nacional. El «AI Action Plan» prioriza derribar trabas regulatorias, canalizar incentivos masivos hacia infraestructuras de computación y acelerar su adopción en defensa e industria. La lógica es simple: primero ganar; ya habrá tiempo de regular después.
China, por el contrario, persigue el control jerárquico. Selecciona «campeones nacionales», guía el capital hacia ellos y subordina la innovación a los objetivos del Partido. El resultado es velocidad… pero también rigidez: el sistema premia obediencia antes que experimentación. Es cierto que modelos como DeepSeek demuestran que la creatividad China, frente a una inferioridad clara de tecnología, es excelente. Europa, mientras tanto, ha optado por regular antes de escalar. Aspira a «domesticar» la IA con normas elaboradas y bienintencionadas, pero corre el riesgo de ver nacer su industria… en otros continentes.
Incluso decisiones polémicas de Washington –como permitir determinadas exportaciones de chips a China, pero gravadas y vigiladas– forman parte de una estrategia de contención: mantener a Pekín dependiente de tecnología estadounidense y retrasar el desarrollo de alternativas propias sin desencadenar una ruptura total.
La diferencia americana
Lo notable es que Estados Unidos no intenta escoger ganadores desde el despacho, como China, ni poner puertas al campo antes de sembrar, como Europa. Prefiere abrir las compuertas del capital y dejar competir a decenas de actores, con una condición tácita: que lo hagan dentro del ecosistema americano.
Si Estados Unidos gana la carrera –no importa exactamente quién cruce primero la meta– su primacía tecnológica quedará blindada durante décadas. Para sus aliados significará dependencia de plataformas estadounidenses; para sus rivales, un margen de maniobra cada vez más estrecho.
Para los inversores, el riesgo es obvio: con tanto combustible en el fuego, equivocarse de caballo puede salir carísimo. Pero esta es, al fin y al cabo, la apuesta clásica de la destrucción creativa: permitir que el mercado seleccione, aceptar que habrá errores y confiar en que, del caos inicial, emerja más crecimiento, más prosperidad… y, sí, más libertad.
*Para El Debate





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