La lucha de clases: el prejuicio que se esconde detrás de las críticas a la modernización laboral

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La reforma de la modernización laboral que plantea el gobierno argentino es, evidentemente, lo que puede negociar y llegar a aprobar con la conformación parlamentaria actual. ¿Es suficiente para lo que necesita el país para dinamizar de la noche a la mañana el mercado laboral? Definitivamente no. Pero se trata, al menos, de un paso en la dirección correcta. Aunque se necesita algo absolutamente más agresivo, que al fin de cuentas convierta las relaciones laborales en meros contratos libres entre las partes, sería injusto cargar las tintas contra el oficialismo, ya que no están dadas las condiciones para ir por más. Puede que, en dos años, con una eventual mayoría de La Libertad Avanza en ambas cámaras luego de la tercera renovación parlamentaria de este proceso político, se pueda ir por más.

Por lo pronto, bastante trabajo le está costando al gobierno garantizar los aliados para aprobar estas normativas que, como dijimos, son, ni más ni menos, los primeros pasos en la dirección correcta. Además de la oposición, muchos periodistas y analistas que participan del debate (algunos por interés político y otros por atrofiadas convicciones de una generación con notorios prejuicios ideológicos) también son un palo en la rueda en materia de problemas y soluciones para la siempre compleja circunstancia argentina. Aunque pocos de los críticos de la iniciativa se autoperciben como marxistas, cargan consigo los prejuicios fundamentales de la doctrina comunista, que tanto daño le ha hecho a la humanidad desde hace un siglo.

Cada vez que se debate la necesidad de ir a un esquema que incremente la libertad de contratación, aparece el fantasma argumentativo de la asimetría de poder, que supuestamente justifica la intervención que viene a aportar equidad y justicia al contrato. Esto es una falacia absoluta, ya que, si las personas tuviesen que estar en simetría de «poder» para pactar entre partes, las interacciones se reducirían casi a cero, incrementando exponencialmente la miseria. Por ejemplo, una persona de ingresos medios no debería ir a comprar a un supermercado de un empresario millonario, pero tampoco contratar a una empleada doméstica de menores recursos. Siempre, en todo momento, lugar y circunstancia, las relaciones libres y voluntarias benefician a ambas partes de la ecuación. Si así no fuera, no se celebraría el vínculo, el contrato o el intercambio en primer lugar.

Pero, el núcleo central que está detrás de todos los argumentos técnicos y morales es la vieja falacia de la lucha de clases. Durante años, sobre todo producto de una exitosa influencia marxista en los ámbitos académicos se logró (no solamente en Argentina) que se legisle con las premisas heredadas del comunismo puro y duro. ¿Qué hay detrás de la tesis de la asimetría de poder? Simple, la teoría de la explotación. El empresario capitalista explotador y el pobre obrero proletario. Por eso, además de las discusiones meramente salariales, también se terminó generando un sistema donde, en el marco de eventuales conflictos, el «obrero» tiene todas las de ganar y el «capitalista» todas las de perder. Lo mismo que consiguió el feminismo en la justicia, donde en los conflictos familiares -sobre todo donde hay hijos de por medio- todo parece indicar que las sentencias son «cantadas».

Paradójicamente, allí sí se observan asimetrías que hay que desterrar para siempre. Las que consiguieron grupo de lobby en supuesta representación de las víctimas de los conflictos sociales.

Cuando hay contratos libres y voluntarios, ambas partes se benefician. En materia laboral, no hay que hacer otra cosa que fomentar esos contratos. Mientras más interacciones, más inversión, más crecimiento y más beneficios para todos. Cuando entra el «ruido» de la intervención, los prejuicios también son para todos, pero lo parecen más los más necesitados.

Si un empresario que tiene una fábrica, por los desincentivos actuales, no puede abrir una segunda y una tercera, ¿quién se perjudica más? ¿El «capitalista» que no padece necesidades y no pudo multiplicar su patrimonio o la persona que se encuentra desempleada, sin conseguir trabajo y no puede abastecer sus necesidades básicas? La respuesta es simple. Lo mismo sucedió con la nefasta ley de alquileres, también surgida en base a todos estos prejuicios delirantes. ¿Quién se perjudicaba más? ¿Un propietario pudiente de tres o cuatro departamentos que tenía que vio simplemente mermar sus ingresos o la persona desesperada que no podía conseguir un techo en el mercado?

La experiencia y la evidencia son claras.

Fuente: PanamPost

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