




Hay momentos que se graban en la memoria con la fuerza de un símbolo. Dos abrazos, separados por casi ocho años, se convirtieron para mí en las páginas más íntimas de una misma historia: la de la lucha incansable por la libertad de Venezuela y la lealtad entre quienes jamás han claudicado.


El primero ocurrió el 12 de noviembre de 2017. Yo seguía preso en mi propia casa, cercado por un régimen que pretendía callar mi voz, cuando recibí una visita inesperada y valiente: María Corina Machado. Llegó asumiendo todos los riesgos, como siempre lo ha hecho, con esa determinación serena que la caracteriza. Allí, en la sala estrecha que hacía las veces de cárcel, intercambiamos palabras breves pero cargadas de significado. Temíamos que aquel encuentro podía ser el último antes de que la represión nos separara aún más.
Cuando se disponía a irse, le pedí que esperara un instante. Fui a mi biblioteca y regresé con mi bandera, aquella que me había acompañado en marchas, audiencias, y noches de resistencia. En cada una de sus estrellas descansaban medallones de la Virgen de Coromoto, bordados por las manos de mi inseparable Mitzy, como acto de fe y protección. Sin decir mucho —porque a veces el silencio explica lo que las palabras no pueden— se la coloqué entre sus manos.
María Corina me miró intrigada. A su lado, Vladímir Petit, testigo de excepción de ese gesto, recuerda que ella le susurró:
—¿Qué estará pensando hacer Antonio?
Cinco días después, la respuesta sería pública, y el país comprendería aquel acto silencioso. Desde Cúcuta, Colombia, luego de haber consumado mi fuga con éxito, declaré ante el mundo que «había dejado en las manos de María Corina Machado mi bandera nacional». Era mi manera de afirmar que, aunque físicamente me marchaba, mi compromiso con la libertad de Venezuela quedaba resguardado en una mujer que encarna coraje, honestidad y determinación.
Ocho años después, el segundo abrazo cerró el círculo de aquella historia. Esta vez, los testigos de excepción fueron dos buenos amigos, Pedro Urruchurtu y José Antonio Vegas. Allí, entre la emoción del reencuentro y el bullicio que nos rodeaba, compartimos sentimientos que hablaban de la hermandad que nos ha fundido en esta larga travesía. Seguramente, ellos también lograron descifrar los susurros que María Corina y yo intercambiamos en aquel amasijo de afecto prolongado, un abrazo que condensaba años de lucha, de ausencia, de resistencia y de esperanza, y que se dio bajo la mirada atenta de tanta gente que comprendía su significado.
Volvimos a encontrarnos cara a cara, esta vez libres de barrotes visibles, pero conscientes de que la lucha continúa. Y en ese abrazo reencontré no solo a una amiga, sino a la misma Venezuela que resiste, que confía, que no se rinde.
Entre esos dos abrazos caben persecuciones, exilios, cárceles, conspiraciones, esperanzas, victorias pequeñas y grandes heridas. Pero también caben la dignidad y el compromiso de quienes sabemos que ningún destierro borra el deber de volver.
Esta historia no es solo mía ni suya: es la de un país que ha aprendido a reconocer a sus hijos valientes, a honrar a sus símbolos y a entender que, cuando la libertad está en juego, un gesto —como entregar una bandera— puede convertirse en un pacto de futuro.
Hoy, al recordar aquel día del 2017 y este reencuentro que me ha devuelto tantas certezas, reafirmo lo que entonces comprendí: que María Corina Machado representaba, y sigue representando, la fuerza moral de una Venezuela que quiere reconstruirse. Por eso aquel abrazo que nos dimos ahora no fue solo un saludo entre compañeros de causa; fue la confirmación de que la historia sigue su curso, y que aún nos queda mucho por conquistar.
Dos abrazos. Una historia. Y una misma bandera que, tarde o temprano, volverá a ondear en una Venezuela verdaderamente libre.
*Para El Debate




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