Las razones del Jefe de Estado Mayor de Israel para ir contra el plan de Netanyahu

ISRAEL Juan Rodríguez Garat*
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Cuando la Tercera Guerra de Gaza está cerca de cumplir dos años, Netanyahu, presionado por el momento político que vive su país, decide que ha llegado el momento de apurar aún más una ceñida que ya venía siendo extremadamente difícil. Con él al timón, la nueva singladura de Israel —así lo anotaría un viejo marino en un hipotético cuaderno de bitácora— comienza de mal cariz, con horizontes tomados, navegando por aguas peligrosas y mal cartografiadas contra la corriente de buena parte de la opinión pública israelí, atravesado al viento político de la comunidad internacional y con la dotación fatigada y baja de moral.

La prensa israelí, a la que no cabe acusar de antisemitismo, nos trae el eco de una profunda división de la ciudadanía sobre la ocupación de la ciudad de Gaza —a nadie engaña Netanyahu, ni dentro ni fuera de Israel, cambiando esta palabra por la de «control» para eludir las responsabilidades que adquiere el ocupante según el derecho internacional— que todavía resalta más en contraste con el abrumador apoyo social que mereció la breve guerra con Irán. Son muchas las voces que acusan al primer ministro de abandonar a los rehenes y prolongar una guerra que, desde la perspectiva militar, ya se ha ganado —muertos los líderes culpables de la masacre, lo que queda de Hamás no tiene capacidad de ejercer el gobierno en Gaza y gustoso entregaría los rehenes a cambio del fin de los combates— sin otra razón que la de retener el apoyo de los partidos extremistas que le mantienen en el poder.

En el tablero internacional, es sintomático que el Gobierno alemán —el segundo gran valedor de Israel, solo por detrás de los EE.UU.— interrumpa en este momento crítico la venta de armas a Tel Aviv. Incluso en Washington, el vicepresidente Vance —que tampoco es sospechoso de antisemitismo— se atreve a matizar que, aunque respalda los objetivos de la guerra, mantiene discrepancias con la estrategia de Netanyahu. Una postura ambigua que seguramente se volverá contra el Gobierno israelí al primer fracaso táctico o estratégico, impulsada por el creciente rechazo a la forma de conducir la guerra de Gaza entre la opinión pública norteamericana.

Todo esto —se dirá el lector— ya lo hemos leído en otras columnas de El Debate y, quien tenga interés, también en los propios medios israelíes. Cierto. Por esa razón, yo prefiero aprovechar este espacio para reflexionar sobre las razones por las que, según recoge la prensa israelí, el general Eyal Zamir, Jefe de Estado Mayor de las IDF —Fuerzas de Defensa de Israel— se opuso al plan del primer ministro para ocupar Gaza y, más adelante, seguramente toda la Franja.

La opinión militar
Vaya por delante que el general Zamir —que seguro que no es antisemita— tiene el derecho y el deber de asesorar al Gabinete de Guerra con absoluta honestidad; incluso —y sobre todo— si no está de acuerdo con la estrategia militar que, en una democracia como es Israel, solo el Gobierno puede definir. No es, además, el único que se ha opuesto a la ocupación de Gaza en el Gabinete de Guerra. Al parecer, también lo han hecho el Asesor Nacional de Seguridad y el Jefe del Mossad. La impresión es, pues, que la voluntad política se ha opuesto a los criterios técnicos… y esto, visto desde una perspectiva histórica, justifica esa anotación de horizontes tomados con la que he comenzado el relato de la singladura.

Las razones que dan los medios israelíes para la oposición de Zamir —y que el propio general, que no quiere seguir la línea de MacArthur en Corea, ha tenido el acierto de no expresar en público— son legítimas: la preocupación por la seguridad de los rehenes, los indudables riesgos que deberán correr sus tropas y la propia fatiga de las IDF, formadas en su mayoría por reservistas no profesionales que empiezan a acusar problemas de moral tras la larga contienda. Sin embargo, me parecen insuficientes. Si no se complementan con explicaciones adicionales, pudiera concluirse que el general teme que sus tropas hayan perdido el espíritu de sacrificio que exige la defensa de la Patria.

Quizá esa sea injusta duda la razón por la que desde círculos próximos al primer ministro se haya ofendido al veterano general pidiéndole que obedezca o dimita. La obediencia se le supone a todo militar —y así lo ha confirmado él públicamente—y la dimisión poco arreglaría: ¿cómo podría su sustituto pedir a las tropas que salgan a combatir mientras el Jefe de Estado Mayor abandona la partida porque no cree en el plan de operaciones que ellos tienen que llevar a cabo?

En el terreno de la especulación…
Como el general Zamir no puede ni debe hacerlo, permita el lector que me atreva a tratar de explicar su postura desde fuera, sin más luz que la historia —no es la primera vez que la IDF entra en Gaza ni la primera campaña parecida en Oriente Medio— y sin otra guía que la doctrina que todos los militares, también los israelíes, hemos aprendido en nuestros cursos de Estado Mayor.

Todo plan de campaña obedece a un «diseño operacional». En las primeras fases de cualquier planeamiento, los militares trazamos unas sencillas líneas que unen los objetivos de forma secuencial, de tal manera que cada uno de ellos sea una condición decisiva para alcanzar los siguientes. Así, paso a paso, se hace posible visualizar como se llega desde el escenario actual hasta la «situación deseada» que el nivel político haya definido para poner fin a la guerra.

Desde la masacre del 7 de octubre, los objetivos del Gobierno de Netanyahu no han cambiado sustancialmente: la destrucción de Hamás y el regreso a casa de los rehenes. Son, desde luego, objetivos de guerra legítimos. El problema está en encontrar una línea de condiciones decisivas que, por medios de naturaleza militar, conduzca a alcanzar cualquiera de los dos. Desafío al lector a que lo intente por sí mismo. Por desgracia para Netanyahu, si existe esa línea —lo que, dentro de los límites que imponen los convenios de Ginebra, es bastante dudoso— no parece que pase por la reocupación de la ciudad de Gaza.

Vamos ahora a dar un paso más en el proceso de planeamiento —prometo al lector que no harán falta más— para definir lo que llamamos «concepto de la operación». El que hemos oído de boca del primer ministro israelí tiene una cualidad observada muy pocas veces en la vida real, la de parecer sencillo. Según él mismo ha declarado, se trata de exterminar a los terroristas en las zonas de combate y alimentar a la población —el propio presidente Trump le ha exigido que acabe con la hambruna— fuera de ellas. ¿Sencillo he dicho? Tanto como ponerle un cascabel a un gato.

Sin embargo, Zamir, de quien se espera que ponga ese cascabel, sabe que es un concepto impracticable por tres buenas razones. En primer lugar porque una parte importante de la población no querrá dejar sus hogares, lo único que tienen, y menos a cambio de la inseguridad de las zonas teóricamente seguras establecidas por Israel.

En segundo lugar, porque serán los terroristas quienes no quieran quedarse a combatir donde decidan las IDF. Muchos de ellos —y lo mismo haría el lector si fuera un terrorista— seguirán los movimientos de la población para escoger los lugares en los que plantearán sus futuras emboscadas.

Y en último lugar —y esto ya había sido objeto de discusiones antes de comenzar la operación «Carros de Gedeón», que no ha conseguido alcanzar los objetivos que ahora reitera Netanyahu— porque los puntos de distribución de alimentos se convertirán en nuevos campos de batalla donde las tropas israelíes, que no podrán mantener a la población palestina a distancias seguras, serán enormemente vulnerables. Esta última dificultad es la que ha llevado a encomendar la protección de la ayuda humanitaria a mercenarios que, como suele ocurrir en su profesión, a menudo disparan antes de preguntar… con las consecuencias de todos conocidas.

Por si todas estas dificultades no fueran suficientes, queda además el desafío que, desde la elevada perspectiva que se espera de un Jefe de Estado Mayor, debe de ser más preocupante: la estrategia de salida. Supongamos Gaza ocupada y, a continuación, toda la Franja bajo el dominio de Israel. Imaginemos a los rehenes liberados o muertos y enterrados dónde nadie pueda encontrarlos. ¿Qué hacemos después?

Netanyahu asegura que no quiere ocupar la Franja de forma permanente —una servidumbre que lastraría la economía de Israel y que la propia IDF no puede asumir sin desnaturalizarse— sino que entregará la administración a unas «fuerzas árabes» que, a estas alturas, es incapaz de identificar. Sin embargo, ninguno de los países árabes aceptará tal responsabilidad si, como exige el primer ministro, se excluye a la Autoridad Palestina, con la que Tel Aviv tiene un compromiso político desde que el asesinado primer ministro Rabin firmó los acuerdos de Oslo en 1993.

Una reflexión que quizás venga a cuento
Por alguna extraña asociación de ideas que el lector amable sabrá disculpar, la estrategia de salida anunciada por Netanyahu me recuerda a las explicaciones dadas por el Gobierno de España sobre la renuncia a adquirir el cazabombardero F-35 que España necesita —entre otras razones— para mantener la aviación embarcada.

Asegura el ministerio de Defensa que buscará «alternativas europeas», pero no menciona ninguna en concreto… porque, por desgracia, hoy por hoy no existen. Tampoco existen las «fuerzas árabes» dispuestas a gobernar Gaza según los deseos de Netanyahu pero, a la vista de la fugacidad de la vida política, ¿quién le va a pedir explicaciones cuando finalmente —ya es mala suerte— no se encuentren?

*Para El Debate

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