



Para cualquiera que tenga dos dedos de frente, el fanatismo debe de ser agotador. Todavía me divierte recordar que, en los primeros meses de combates en Ucrania, muchos rusoplanistas ajenos al mundo militar se preguntaban cómo había podido llegar a almirante un marino que, al contrario que cualquiera de los que compartían sus redes sociales, parecía incapaz de darse cuenta de que la victoria de Rusia era inminente.


Tres años después, supongo que algunos seguirán en sus trece; pero es obvio que también hay rusoplanistas agotados de justificar a quienes les engañan y dispuestos a rectificar. Entre los conversos destaca el vicepresidente Vance, un exmarine que, después de defender públicamente que Ucrania debería rendirse para evitar una rápida derrota, acaba de reconocer públicamente que «la guerra no va a terminar pronto».
Bien es cierto que lo que digan los inexpertos miembros de la Administración Trump en estos meses en los que están dando sus primeros y titubeantes pasos en el tablero geoestratégico global no tiene por qué ser relevante. Sin embargo, parece innegable que la persistente negativa de Putin a aceptar el cese de los combates, aunque solo fuera durante un mes, ha despertado al presidente norteamericano de uno de sus sueños de gloria. No será él quien lleve la paz a Ucrania. Tampoco a Gaza, donde Trump presumía de que había sido él y no Biden quien había impulsado el acuerdo ya roto entre Hamás e Israel. Ni siquiera al Yemen, donde los hutíes siguen lanzando misiles de procedencia iraní sobre Israel sin importarles mucho que Trump haya redoblado los bombardeos que, esta vez sí, comenzó el presidente Biden.
El daño provocado por el paso en falso de la administración norteamericana es irreparable. Putin se siente otra vez presidente de una gran potencia en lugar de paria internacional. El pueblo ruso ha visto como Trump se unía al dictador del Kremlin en sus acusaciones a Zelenski de provocar la guerra. Incluso si el magnate quisiera rectificar —que tampoco es su estilo— sus palabras no llegarían a la prensa amordazada por el Kremlin.
En el resto del mundo, las decisiones norteamericanas también han hecho daño a la causa ucraniana. China, que en su día propuso un plan de paz mucho más ventajoso para Kiev —al menos de palabra, Xi Jinping respetaba la soberanía y la integridad territorial de Ucrania— ve ahora respaldada su pragmática política sobre el conflicto. ¿Quién puede ahora presionar a Pekín o Nueva Delhi para que ellos, a su vez, influyan en las decisiones de Moscú? Xi Jinping, y como él Narendra Modi, se abstuvieron de condenar la invasión; pero nunca votaron a favor de Rusia en la ONU como ha hecho Trump. Al contrario que el norteamericano, ninguno de ellos se ha mostrado dispuesto a reconocer la anexión de Crimea.
Quizá lo peor de todo es que las tácticas de trilero de un Trump que creyó ser más listo que los demás han dañado su propia imagen y la de los EE.UU. Sus amenazas ya no dan miedo. Para muestra, nada mejor que el titular del Komsomólskaya Pravda que copio de la pantalla de mi móvil: «Estados Unidos está a punto de imponer duras sanciones a Rusia; pero solo si Trump no cambia de opinión, como suele hacer». La fotografía del magnate que el periódico de mayor tirada de Rusia escoge para ilustrar la noticia no necesita comentarios: se ha terminado la luna de miel entre Washington y Moscú.
¿Vuelven las aguas a su cauce?
Aunque el mal ya esté hecho, por lo menos las aguas parecen volver a su cauce. Y no ha sido Zelenski quien lo ha logrado. El presidente de Ucrania se enfrentó a Trump en su anterior mandato y, seguramente por esa razón, está en la lista negra del magnate. Tampoco han sido los líderes europeos. Aunque algunos de ellos sí hayan sido escuchados por el republicano, es obvio que nada de lo que hubieran dicho podría hacerle variar su postura un solo milímetro. Del cambio de rumbo de la política norteamericana, por otra parte todavía por confirmar, solo cabe culpar o agradecer —según la perspectiva de cada uno— a la soberbia de Putin.
Es probable que la historia reconozca lo ocurrido como uno más de los graves errores estratégicos del dictador del Kremlin. Tenía casi todo en la mano: un 20% de Ucrania y el reconocimiento por los EE.UU. de la anexión de Crimea. Casi todo, es verdad, pero faltaba la gloria, que Putin habría tenido que repartirse con Trump si hubiera sido el presidente norteamericano el que lograra poner fin a la guerra. Sin embargo, ya se ha perdido la oportunidad. Y, aunque quizá no sirva para otra cosa, ha sido el acuerdo sobre la explotación de minerales que por fin han firmado norteamericanos y ucranianos el que viene a certificar al cambio de rumbo de los EE.UU.
Es verdad que el texto del tratado no ofrece ninguna garantía de seguridad para Ucrania. Sin embargo, sí incluye dos cláusulas con las que Zelenski no podía haber soñado hace solo unos pocos días. La primera, el reconocimiento de la invasión rusa. Parece elemental, pero la Administración Trump venía negándola desde que comenzaron sus negociaciones con el Kremlin, con la excusa de que llamar a las cosas por su nombre podía dificultar un acuerdo.
La segunda, desde luego más importante, es la confirmación de que Washington volverá a vender armas a Kiev. Se acabó el breve deshielo entre Rusia y los EE.UU. Y, como se puede ver en la primera plana del Izvestia que me atrevo a añadir al artículo, el dictador ruso lo sabe.
Nunca llovió que no escampara
Cuando las guerras son largas la suerte suele ser alterna. Así ocurre en Ucrania, donde ya hemos visto de todo. Y seguiremos viéndolo. En el frente, Rusia seguirá mandando a sus tropas avanzar sobre las líneas enemigas, celebrando la ocupación de pequeños pueblos como si se tratara de capitales regionales para justificar la pila de cadáveres que se acumula en cada día de su ya debilitada ofensiva. Volverá a subir la marea, pero la presión ha bajado sensiblemente desde el pasado mes de noviembre, dando un respiro a las tropas de Zelenski que estas necesitaban. Nadie sabe lo que ocurrirá dentro de unas semanas, meses o años; pero, de momento, llueve mucho menos sobre las posiciones defensivas del Ejército ucraniano.
En el espacio de la información, no es solo Trump quien ha malgastado sus bazas. Putin también ha quedado desenmascarado. Sus últimas declaraciones solo certifican su rechazo a la amistad de los EE.UU., dejando bien claro de qué va realmente su guerra: «Rusia tiene todas las fuerzas necesarias para completar la operación especial en Ucrania». Aún habrá quien diga que el problema está en Washington y en sus lacayos de la OTAN, pero también habrá rusoplanistas que, agotados de justificar lo injustificable, comprendan al fin que la de Ucrania es una guerra de conquista.
Vuelve además Putin a los modales de matón de barrio cuando, después de haberlas interrumpido durante meses –reemplazadas como recordará el lector por las alabanzas al milagroso misil Oreshnik, que no necesitaba ojivas atómicas para destruir Ucrania y derrotar a Occidente– reanuda las amenazas de guerra nuclear. Así es como el ruso quiere que se entienda ese «espero que no sea necesario usarlas» que hace que un arsenal creado para la disuasión se convierta en una herramienta para el chantaje. Con todo, solo el rusoplanismo prestará atención a sus bravatas. Putin ha gastado ya todo su crédito. También en el campo de batalla de las ideas lloverá mucho menos.
Pero donde quizá el paraguas empiece a sobrar de verdad es en Washington. Aunque sea difícil sacar algo en claro de la montaña rusa —nunca mejor dicho— de declaraciones del presidente Trump, de allí nos llegan dos noticias alentadoras. La primera, el anuncio que el Departamento de Defensa ha hecho al Congreso sobre la venta de repuestos y servicios para el mantenimiento de los F-16 ucranianos por valor de 310 millones de dólares. Es una venta, no una donación —que eso sí que lo ha cambiado Trump— pero es importante por ser la primera desde el relevo de la presidencia norteamericana.
Sanciones a Moscú
La segunda, más importante, es una iniciativa bipartidista de 72 senadores —casi las tres cuartas partes del total—, encabezada por el republicano y trumpista Lindsey Graham, que propone una ley para implementar nuevas y duras sanciones económicas sobre Moscú, así como aranceles adicionales para quien compre gas o petróleo de procedencia rusa. Después de esta toma de posición del Senado norteamericano por abrumadora mayoría, tengo la impresión de que Trump podrá seguir sembrando el caos, si le parece. Sin embargo, ya tiene claro que no puede pasarse al enemigo.
Lo dicho: el daño está hecho, pero ya llueve menos en Ucrania.
*Para El Debate
