Un buen padre de familia está llamado a presidir la faena de forjar familia teniendo la verdad como blasón. Ser garante del bienestar del hogar que preside implica asumir las responsabilidades que aseguren el mejor destino y la superior suerte de sus tutelados. De allí que los venezolanos deben saber la verdad y solo la verdad de la dimensión del desastre que deja a su paso esta postiza revolución que acumula 25 años destrozando uno de los países más ricos y hermosos del planeta Tierra. De allí que si de algo debemos estar persuadidos, es de que Edmundo González Urrutia debe proceder como la antípoda del falso mesías que emprendió esta incursión que nos deja una Venezuela deshecha en todos los ámbitos.
El compromiso de Edmundo González y de María Corina Machado es el de asumir el liderazgo que haga posible alzar al país de esos escombros en los que hoy sufre atrapada en medio de tantos desconciertos. No tengo duda alguna de que nuestro país, con un pueblo esperanzado, derrochando valentía, aplomo y distinguido por un auténtico patriotismo, tal como no los enseña el mito del Ave Fénix, se levantará de sus cenizas, saludable y pujante, una vez emprendido ese trance de la regeneración que conducirán ambos, eso sí, con el indispensable concurso de todos los ciudadanos dispuestos a dar sus contribuciones y ofrendar sus sacrificios, para que tal resurrección se verifique en el corto, mediano y largo plazo.
Para poder cumplir esa misión regeneradora, se ha elaborado el Plan Tierra de Gracia con el concurso ordenado y sostenido de decenas de ciudadanos preparados y comprometidos entusiastamente con esa labor. Se comienza por el diagnóstico fidedigno de la tragedia a resolver. De allí que se ha cuantificado el saqueo ejecutado por esa banda delincuencial que ha secuestrado las instituciones del país, en más de un millón de millones de dólares, entre los años 1999 y 2019. Esa orgía de robos y derroches ha continuado, de tal manera que, el monto del presupuesto aprobado para el año entrante por la domesticada Asamblea Nacional, equivale a un presupuesto de 22.662 millones de dólares, una suma inferior a los más de 23.000 millones de dólares que se raspó el defenestrado ministro de petróleo Tareck El Aissami.
Hace 20 años, el 70 % de los venezolanos pertenecía a la clase media y menos del 25 % era pobre; para la fecha que corre, como consecuencia de la debacle económica, el 82% de la población lucha por sobrevivir en la estrechez de la pobreza y otro porcentaje de seres humanos son acorralados por una espeluznante miseria. La explosión de esa pobreza extrema, aunada a la crisis de servicios, la inseguridad y la persecución política, se hace sentir en la gigantesca diáspora que ha despedazado los núcleos de millones de familias. Ese es el quebranto más sensible, porque toca las fibras sentimentales de un pueblo acostumbrado a crecer bajo la sombra del afecto entre los seres más queridos. Los venezolanos tenemos el sublime hábito de pedirle la bendición a nuestros padres, abuelos y padrinos. Es parte de esa afabilidad con que asumimos la vida, con fe, ilusiones y guiados por emociones de concordia.
En los informes elaborados por los especialistas, se indica que el tamaño de la economía venezolana era para el año 1999, de más de 100 mil millones de dólares, cifra que, de haberse mantenido el ritmo de crecimiento que se observaba en ese lapso, debería ser para este año 2024 de por lo menos 700 mil millones de dólares nominales. La desdicha es que no pasamos de los mismos 100 mil millones, pero devaluados y menoscabados por los efectos inflacionarios.
La verdad es que pulverizaron nuestro signo monetario; desacreditaron el Banco Central de Venezuela; desplomaron nuestra industria petrolera y gasífera, por eso no hay gasolina, ni gasoil ni gas doméstico; demolieron el emporio industrial acoplado en la CVG; revirtieron los extraordinarios avances en los sectores educativos y de salud; destruyeron la infraestructura vial, colapsaron el sistema eléctrico, desatendieron el mantenimiento de acueductos y plantas de tratamiento de agua cruda; abatieron miles de empresas agropecuarias; pasamos de ser un Estado de derecho a un narcoestado, con funcionarios que aplican un mafioso terrorismo desde las menguadas instituciones sometidas por la dictadura de Maduro; no se respeta la libertad de expresión ni el derecho de propiedad y las cárceles están abarrotadas de presos políticos, al extremo de superar la cantidad que se registran en Rusia, Cuba o Nicaragua.
Para conjurar esos males ya se cuentan con los planes apropiados, incluso para producir respuestas y soluciones tempranas, con vistas al corto y mediano plazo, activando medidas contempladas a partir de los primeros cien días. También se cuenta con el talento humano llamado a asumir ese titánico cometido. Partiendo del hecho cierto de que no será una gestión a cumplir sin que sea menester asegurarnos del concurso de todos los mejores ciudadanos. Igualmente, estamos persuadidos de las dificultades monumentales a superar, ya que Edmundo González recibirá un país descalabrado por los cuatro costados. Él, afortunadamente, no es populista, es ajeno a la demagogia, no tiene ínfulas de sabelotodo y está muy lejos esta de simular poseer los dotes de un quimérico iluminado.
La médula de nuestro Plan Tierra de Gracia es que Venezuela cumpla su sueño de convertirse en un país que produzca riquezas con el esfuerzo de todos, para dejar atrás la pobreza, mientras ascendemos socialmente con ciudadanos más independientes, creadores, capacitados, responsables, con valores y principios democráticos, ensanchando los predios de la clase media. Haremos posible la Venezuela como República Federal, liberal, democrática, moderna y próspera. Para avanzar por esa senda será indispensable un ambicioso modelo de educación como el buque insignia que navegue a ese futuro que no se hereda, sino que es menester construirlo, paso a paso, con la participación de todos los venezolanos, incluidos los que ahora estamos en el destierro.
Remediar para siempre las prácticas nocivas de la corrupción, los malos hábitos del clientelismo político, y desmontar el dañino mito de que «somos ricos porque tenemos petróleo», serán compromisos ineludibles a cumplir para poder inaugurar un ciclo en el que pongamos en marcha las lecciones aprendidas, incluidas las que nos deja esta tragedia que no podrá ser estéril en ese sentido.
*Para El Debate