La derrota de Macron y el camino de Francia hacia el borde del precipicio

MUNDO - FRANCIA José María Ballester Esquivias*
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El éxito de la moción de censura contra el Gobierno de Michel Barnier -la primera que prospera desde 1962- es, ante todo, la derrota del presidente de la República, Emmanuel Macron. Su inesperada convocatoria de elecciones legislativas -la misma noche en que su partido cosechó un pésimo resultado en las europeas- ha sumido a Francia en su fase de mayor inestabilidad política desde los tiempos de la IV República, el régimen que rigió los destinos del país entre 1946 y 1958.

La apuesta de Macron con la disolución de junio tenía por objetivo aclarar un escenario político emponzoñado de raíz por el ambiguo resultado de las legislativas de 2022 y también por el mal uso que se hizo de él: ahí están la polémica reforma de las pensiones, adoptada en marzo de 2023 en medio de una fuerte tensión social -plasmada en violentos y duraderos disturbios- y la no menos polémica ley de inmigración, votada con el concurso, in extremis y con carácter envenenado, de la Agrupación Nacional, y posteriormente vaciada de sus principales contenidos por el Consejo Constitucional.

El resultado del órdago macroniano de pasado junio ha sido exactamente el contrario: el escenario está aún más emponzoñado y rezuma inquietantes dosis de debilidad política. Basta recordar las escasas duraciones de los tres últimos gobiernos: apenas más de año y medio para el de Élisabeth Borne, siete meses para el del Gabriel Attal y tres para el de Michel Barnier. Unas marcas inéditas en tiempos de la V República.

El jefe del Estado exhibió, además, frivolidad al tardar prácticamente dos meses -desde la segunda vuelta de las legislativas hasta el 5 de septiembre- so pretexto de darse tiempo para resolver una situación compleja y con la endeble excusa de la tregua olímpica. Como si un país con una deuda pública que ha aumentado en mil billones de euros desde que la gobierna Macron y que ya se financia en los mercados al mismo tipo que Grecia se pudiera permitir ese plazo de espera.

Al presidente -que por mandato constitucional no puede volver a disolver la Asamblea Nacional antes de junio- le incumbe ahora intentar sacar a Francia del atolladero en que le ha metido. ¿Cómo? ¿Con un Gobierno de características similares al de Barnier? Parece poco probable.

El veterano líder centrista François Bayrou abogaba ya en agosto en las páginas de Le Figaro por un ejecutivo compuesto «no por los aparatos de los partidos, sino por las grandes sensibilidades del país un gobierno amplio, central, con hombres y mujeres experimentados, excluyendo a los extremos». Una perspectiva que se asemeja a la de un Gobierno técnico, insólito en la práctica institucional gala. Ya se verá, pero en semejante hipótesis el Partido Socialista tendría que abandonar la coalición de izquierda radical Nuevo Frente Popular y volver a posturas más moderadas. El precio electoral que pagar por semejante quiebre sería altísimo. En todo caso, Francia se aboca a otros 7 meses de trapecio político.

 En cuanto a Marine Le Pen, con el derrocamiento de Barnier, con el que seguía negociando a principios de esta semana, ha logrado una indiscutible demostración de su fuerza política y parlamentaria. Sobre todo, ha descargado dos resentimientos. El primero, más sedimentado y lejano, es contra un sistema que, según ella, lleva décadas marginándola. El segundo, en la estela del primero, es una reacción por la exclusión de su partido, segunda fuerza parlamentaria, de los puestos que conforman la Mesa de la Asamblea Nacional. Sea como fuere, ha asumido un riesgo al alejarse de votantes moderados que empezaban a confiar en ella. Su búsqueda de «respetabilidad» sale algo dañada.

*El Debate

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