Los diez mandatos del torturador madurista

VENEZUELA Miguel Henrique Otero*
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Primer mandato: el torturador madurista es un cazador con amplia licencia. Le ha sido prometida la impunidad eterna. Recibe órdenes concretísimas: debe capturar a unos determinados ciudadanos, muchos de ellos, miembros del partido Vente Venezuela, pero también miembros de las mesas electorales o personas que se han manifestado públicamente a favor del cumplimiento de la Constitución y del reconocimiento de los resultados de las elecciones del 28 de julio.

El primer mandato del torturador madurista le recuerda que todo defensor de la voluntad expresada con el voto es un enemigo que debe ser cazado. Sin embargo, el torturador madurista goza de una prebenda excepcional, cuyo antecedente no es otro que la campaña Gran Terror, que Iósif Stalin ordenó a sus criminales en 1936. Como el objetivo era llenar una cuota, alcanzar un número determinado de presas por día, capturaban a cualquiera y le fabricaban un expediente. El madurismo actúa de forma semejante: caza a cualquiera, porque hay metas, metas en dólares, tarifas en dólares de las que hablaré más adelante.

Segundo mandato: el torturador madurista está obligado a desaparecer a sus capturas. Entiende que desaparecer es distinto a detener. La desaparición debe ser furtiva, a oscuras, sin testigos, violenta y feroz. Un procedimiento establecido. Debe ejecutarse para que sea una experiencia terrorífica para el capturado, sus familiares y para la comunidad de los demócratas. La orden de desaparecer a los demócratas tiene un propósito social y político: propagar la incertidumbre. Añadir nuevos relatos a la atmósfera de terror.

Tercer mandato: la propagación del terror es indisociable de la desinformación. La cadena de los torturadores debe guardar silencio sobre el lugar del encierro o negar el episodio. El torturador recibe una instrucción conexa: si se presenta la oportunidad, debe desinformar, entregar información falsa, debilitar las fortalezas de los familiares, sumirlos en la angustia.

Cuarto mandato: ejecutada la captura, cuando todavía no ha sido registrada en sus listados, el torturador procede a cumplir con el procedimiento de extorsionar a los familiares. Les exige cinco mil dólares como requisito inexcusable para liberar al capturado, no registrarlo, evitar que se convierta para siempre en un enemigo del madurismo. Los cinco mil dólares deben ser en efectivo, billetes de distinta denominación.

Quinto mandato: desde el primer instante, el capturado debe sufrir la experiencia del terror puro. De la impotencia total. Del cuerpo sometido a dolores extremos. Durante el traslado y en el lugar de encierro, el capturado debe ser golpeado, asfixiado, sometido a descargas eléctricas. El torturador debe socavar y reducir la condición humana de su presa. No importa cuánto dolor le cause, cuánta perversidad ponga en juego: le han garantizado impunidad desde lo más alto de la cadena de mando.

Sexto mandato: el encierro debe ser brutal, humillante, dirigido a la denigración de la psique del capturado. El torturador debe someter a su presa a un régimen de hambre y sed, llevarla a un punto de exasperación, para que acepte consumir agua putrefacta y comida con gusanos. No solo le inducen diarreas, a continuación le impiden hacer uso de los baños por uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce y hasta quince días. Mientras, el torturador le grita a los capturados que son peores que cerdos.

Séptimo mandato: el torturador está autorizado a manosear a las capturadas, desnudarlas, agacharlas y obligarlas a pujar. Esa potestad, en la que a menudo participan varios torturadores, también está protegida por la impunidad.

Octavo mandato: el torturador, mejor dicho, el sistema de torturas, debe asegurarse la indefensión de los capturados. Debe prohibir la incorporación de abogados defensores procurados por las familias y, en un ejercicio de simulación, designar a defensores públicos, es decir, defensores que no defienden, defensores que no denuncian, defensores coaligados con los acusadores, defensores que profundizan la intemperie, el crónico estatuto de indefensión de los capturados.

Noveno mandato: el torturador tiene la obligación de aislar a su presa. Desconectarla del mundo, de su familia, de las noticias, de todo cuanto ocurre fuera de la mazmorra en la que se encuentra. El aislamiento debilita al capturado, física y psicológicamente. Lo hunde en la desesperanza. Lo enferma e induce a pensamientos suicidas. Hay personas encerradas durante semanas y meses, que ni siquiera saben dónde se encuentran. El aislamiento alcanza estos extremos: impiden que los encerrados reciban medicamentos, alimentos o simples mensajes de su familia.

Décimo mandato: mientras todo este proceso se repite sin cesar –torturas, desinformación, enfermedades, aislamiento, mengua física y mental–, en miles de hogares venezolanos cunde el desasosiego y la impotencia. Los ánimos desfallecen. Es entonces cuando los torturadores tocan la puerta y presentan las tarifas: tres mil dólares por una revisión médica, dos mil dólares al mes por «pasar» comidas y medicinas, diez mil dólares para que el centro de reclusión esté ubicado en la misma ciudad donde vive la familia.

*Para El Debate

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