En los intervalos de un congreso de periodistas, Vargas Llosa se escapaba a una playa de un hotel de Cartagena, se refugiaba en unos toldos de beduino y se entregaba febrilmente a la lectura de aquel ensayo recién salido del horno. Una tarde un profesor de la Universidad de Stanford se acercó a Mario, le comentó que él también había devorado ese libro y le confesó: “Quedé tan deprimido que tuve pesadillas una semana”. El trabajo en cuestión pertenecía al filósofo y articulista Jean-François Revel, pluma genial e hipnótica que había actuado en la resistencia francesa contra los nazis, había acompañado a la socialdemocracia, se había apartado del mundo universitario, había incursionado en el oficio de prensa, había heredado la decisiva voz de Raymond Aron, se había convertido en un duro cuestionador del falso progresismo y se había granjeado el mote de “conservador” por el simple hecho de que pretendía conservar la democracia. Precisamente acerca de ese espinoso tema trata su profético Cómo terminan las democracias, que publicó en 1983 y que heló la sangre de Vargas Llosa. Su tesis indicaba que la izquierda antisistema había ganado la batalla contra la democracia occidental, socavándola desde adentro psicológica y moralmente, frente a la “apatía, inconsciencia, frivolidad, cobardía o ceguera” de muchos demócratas. “La democracia es de derecha”, dijo alguna vez un escritor kirchnerista.
Revel narraba en esas páginas cómo el “socialismo real” y sus cepas nacionalistas habían logrado su cometido: para cargarse el capitalismo abierto se cargaban antes el sistema democrático. Y actuaban con su reconocida mala fe: eran pacifistas ante las intervenciones norteamericanas y negacionistas frente a las soviéticas; protestaban contra las deplorables incursiones yanquis en El Salvador, pero se hacían los distraídos con las rusas en Afganistán o las cubanas en Angola. “¿Cree todavía alguien, en Occidente, que la democracia sirve para algo?”, se preguntaba Revel, y apunta ahora el Nobel peruano: “A juzgar por la manera como sus intelectuales, dirigentes políticos, sus sindicatos y órganos de prensa autocritican el sistema, manteniéndolo bajo una continua y despiadada penalización, parecería que este ha interiorizado las críticas formuladas contra él por sus enemigos”.
La impresión general que dejaba el ensayo del francés era que pronto se cerraría este “breve paréntesis”, este “accidente” que habría de ser la democracia, y entonces “el puñado de países que degustaron sus frutos volverán a confundirse con los que nunca salieron de la ignominia del despotismo que acompaña a los hombres desde los albores de la historia”.
En su propio testamento ideológico –La llamada de la tribu–, Vargas Llosa expone las razones por las que tan negras profecías felizmente no se cumplieron; fue gracias a la evidente superioridad económica, científica y tecnológica de las mismas naciones occidentales. Las recesiones que acarreó, sin embargo, la globalización –donde hubo ganadores y perdedores indistintamente en uno y otro hemisferio– resucitaron la crítica feroz a la democracia –acusan al sistema institucional del malestar económico– y propiciaron el pueril derrotismo de los demócratas y la reaparición de neopopulismos radicalizados. También el acompañamiento de una parte de la Iglesia Católica, que pide una “democracia integral”, acusando implícitamente al sistema republicano de la desigualdad social y exculpando de hecho a las erradas políticas económicas y a las notables supersticiones regresistas de América Latina. Como si de la ruptura de un matrimonio tuviera la culpa el Registro Civil o de la quiebra de una empresa fuera responsable el sistema métrico decimal. Las hipótesis de Revel hay que rastrearlas entonces en la actual obra de Levistky y Ziblatt: Cómo mueren las democracias. Mueren porque sus enemigos –autócratas genéticos o en ciernes y capitalistas de amigos y mafiosos– van limando sus instituciones, y porque las perezosas “almas bellas” aceptan sus psicopatías.
Polémico e iconoclasta, de una prosa elegante que enfurece al establishment cultural, Jean-François Revel es aceptado igualmente por la Academia Francesa, y continúa desde allí lanzando sus flechas. El segundo libro que estudia Vargas Llosa se llama El conocimiento inútil, y en él se afirma que “no es la verdad sino la mentira lo que mueve a la sociedad de nuestro tiempo”. Los peores y más nocivos adversarios de la democracia no son los regímenes totalitarios –según Revel–, sino “ese vasto conglomerado de objetores internos que constituyen la intelligentsia de los países libres y cuya motivación preponderante parecería ser el odio a la libertad”.
El aporte de Antonio Gramsci –pluma adorada por el kirchnerismo ilustrado– consistió en conferir a las clases intelectuales un rol como sujeto de la historia. La pasión ideológica, tanto en el campo científico como en el periodístico, los llevaba a manipular o directamente a negar los hechos. Las burbujas de sentido, creadas por pensadores de prestigio y firmantes abnegados, propendían a la desinformación, que era “particularmente sistemática en lo que concierne a los países del tercer mundo catalogados como ‘progresistas’, cuya miseria endémica, oscurantismo político, caos institucional y brutalidad represiva eran atribuidos, por una cuestión de principio –acto de fe anterior e impermeable al conocimiento objetivo–, a pérfidas maquinaciones de las potencias occidentales o a quienes, en el seno de esos países, defendían el modelo democrático y luchaban contra el colectivismo, los partidos únicos y el control de la economía y la información por el Estado”. Concluye Vargas que para Revel nos encontrábamos cerca de un nuevo abismo, porque ese sistema imperfecto de las sociedades abiertas –las menos inhumanas que se han conocido– tambaleaba. Y el puñado de países que habían hecho suyos los valores de la libertad, la racionalidad, la tolerancia y la legalidad volvían a confundirse con el piélago de despotismo político, pobreza material, brutalidad y prepotencia: “La principal responsable era la propia sociedad, porque había cedido –sus vanguardias culturales y políticas, sobre todo– al canto de la sirena totalitaria y por haber aceptado los ciudadanos libres este suicidio sin reaccionar”.
Reexaminar las advertencias de Revel y las lúcidas meditaciones de Vargas Llosa puede echar algo de luz sobre un curioso país sudamericano, infestado de populismo y de una progresía hipócrita que descree tanto del progreso como del sentido común, donde una pistola Taser se ubica a la derecha de una bala de plomo, y no a su izquierda: parece que para ellos es más humano matar que paralizar a un asaltante. Y donde somos grandes amigos del nuevo presidente de Perú, que se autoproclama marxista, pero obliga a un nuevo servicio militar y emplaza a los extranjeros que delinquen. Cuando aquí tímidamente dos dirigentes opositores sugirieron ideas mucho más democráticas, racionales y argumentadas fueron tachados de fascistas y xenófobos; pero ante el inefable Pedro Castillo callan miserablemente, y hasta cancelan su repudio por el odio al matrimonio igualitario para “no ser funcionales a la derecha”. También es interesante repasar a Jean-François Revel para justipreciar a la nueva oposición, conducida por palomas y torcazas radicales: ninguna de las dos aves cree que se juega la democracia en las próximas elecciones y, por lo tanto, se permiten un cacareo narcisista que da vergüenza republicana.
*Para La Nación de Argentina