Las asambleas constituyentes, ¿cuento, mito, leyenda o fábula?

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A la asamblea constituyente se le define como “el cuerpo parlamentario de diputados elegidos por el pueblo en votación universal y secreta, con la finalidad de que en ejercicio de la potestad que le es soberana y a través de una Constitución se estatuye, organice, discipline al Estado reafirmando los fines que le son propios”. En atención a su jerarquía, como ley superior,  se le denomina, asimismo, “Carta Magna, Ley Suprema y Ley de Leyes”.

La definición revela la importancia de la constituyente, por ser el propio pueblo, a través del voto ejercido libremente, el que la estatuye,  en procura de “la maximización del bienestar colectivo”,  esto es, “el bien común”.  Misión condicionada, por razones obvias, entre otras circunstancias, a la ideología de los asambleístas. Metafóricamente hablando: el pueblo.

La conceptualización del  “bien común” ha de reconocerse que ha sido dificultosa, pero, mucho más,  hacerle realidad, prolegómeno, como fácil de entender, derivado de la diversidad de las ideologías políticas y de las prioridades que ella determinan. Ello ha inducido a una todavía existente polémica en lo relativo a la ratio de la constituyente y por lógica a la “Constitución” que de ella deriva. Se duda, en consecuencia, de la eficiencia, tanto procedimental como sustancial, en lo atinente a hacer del “bien común” una realidad y cuyas consecuencias, como es obvio comprenderlo,  repercuten, tanto en lo político, como con respecto a lo económico y social.

En Venezuela, nuestro país, es cuesta arriba negar las falencias derivadas del  “caos constitucional” que históricamente nos ha caracterizado, razón para que sigamos demandando lo que pudiera calificarse como  “una determinante urgencia de la necesidad constituyente”. Este requerimiento, ha de anotarse, es perentorio en los actuales momentos reveladores de una de las crisis más severas, que han afectado al rico país de América Latina.

Es muy probable que Venezuela, dada su actual situación, acuda en el corto tiempo a una nueva asamblea constituyente y por tanto a un texto constitucional que derogue al de 1999, por lo que si corremos con la suerte de actuar con objetividad, deberíamos eludir “un compendio de deseos”, como pareciera haber ocurrido, lamentablemente, a lo largo de historia. Ha de actuarse más bien con una objetiva honestidad, tipificando lo que realmente sea probable y que el pueblo así lo entienda. Estamos compelidos a comprender, también, que esa alternativa demanda elegir asambleístas con la necesaria idoneidad para el rol, por demás, determinante a desempeñar y el cual pasa por la garantía de reales formas de convivencia, en aras de estadios aceptables de igualdad. El éxito constitucional, ha de comprenderse de una vez por todas, que está sujeto a ello y tanto con respecto del constituyente como de los constituidos. Lo opuesto conduce a “un número indeterminado de preceptos folclóricos». Esto es, lo que pudiera calificarse como “la proliferación constitucional”.

No es, por consiguiente, una inventiva expresar que tanto, en Venezuela, como en los restantes países de América Latina, con muy contadas excepciones, a “las asambleas constituyentes”, ante las anarquías que nos han caracterizado, se les ha utilizado como pañales curativos, en detrimento de su adecuado funcionamiento y logro de los fines institucionales. Han perdido, por tanto, la credibilidad popular. Y mucho más los gobiernos que con arreglos a ellas se han creado, los cuales terminan irremediablemente alejados de la legalidad. Esta situación, verdaderamente crítica,  ha aflorado, en comandita, cómo se le ha denunciado, con ilícitas actividades, incluyendo, el narcotráfico, fuente generadora de impensables sumas de dinero en bolsillo de gobernantes y sus aliados, personas y corporaciones, por cierto, más de uno.

Estados Unidos, como the media lo revela, ha reaccionado, inclusive, mediante el uso de sus fuerzas armadas. Lamentablemente, empezando por el caribe venezolano. ¿Cuál será el resultado? No es fácil preverlo.

Ante la situación que no deja de ser crítica, habrá ánimo, aliento y vigor para una seriedad objetiva por parte del constituyente, en aras de constituciones reales y objetivas, únicamente posible con la convicción de que “el propósito” de una asamblea constituyente “es el de edificar a una república” que haga realidad la observancia de la Ley, acompañada de estadios aceptables de bienestar colectivo, lo cual supone apartarnos de la profusa diversidad de intentos, los cuales en rigor, no pueden calificarse, por lo menos, en sentido material, como  “asambleas constitucionales serias”. Más bien, iniciativas alimentadas por “el egocentrismo, la figuración y la obtención de beneficios personales”.

“El propósito constituyente”, es obligatorio afirmar, que de manera objetiva, pareciera más bien “un despropósito”.  Por lo que con razón comprendemos que la Academia de la Lengua Española legítima que el sustantivo “propósito” se utilice como “ánimo o intención de hacer”, pero, también, de “no hacer”. Y que en lo último pareciera donde hemos navegado. En esa ambivalencia los latinoamericanos nos hemos movido.

Ha de tomarse en cuenta, por supuesto, que la asamblea constituyente en Venezuela no ha corrido con la mejor suerte. Una numerosa diversidad de tentativas así lo refleja, lo cual induce a descartar que no todas han debido ser objetivas.  En efecto, desde 1811 nos hemos enredado alrededor de 25 constituciones, incluyendo nuestra Acta de Independencia del 5 de julio de ese año, así como la Constitución de la Gran Colombia de 1821. Leemos que en el referido documento están insertas dos providencias, derivadas del ejercicio de la soberanía: 1. Poner término al régimen colonial español y 2.  El primer intento para devenir en “republica”, por cierto, repetido en una diversidad de ocasiones y que probablemente prosigue hasta nuestros días.

Es de aceptarse, pues, que los venezolanos hemos propendido a “una institucionalidad republicana” y que la metodología ha sido “una asamblea constituyente”, a pesar de que formalmente así no se le haya denominado.

En el compendio “Constituciones de Venezuela”, por cierto, se hace, una adecuada selección de los textos constitucionales a lo largo del acontecer venezolano,  en procuración de “una república” seria, estable y eficiente. Estamos seguros de que el profesor Allan Brewer Carías, coordinador de la investigación, no haya dejado de preguntarse  ¿Por qué tantas constituciones? No es fácil responder, así como lo correspondiente a las razones para haberse tirado por la ventana, hecha añicos, la Constitución de 1961, cuya estabilidad se prolongó durante cuatro décadas y con ella la democracia más estable y próspera con la cual hemos contado. Sustituyó, como leemos, a la del 11 de abril de 1953, calificable con propiedad como dictatorial. El Texto del 61, ha de anotarse que derivó del ejercicio de la función constituyente. Esto es, “el Congreso ejerce esa potestad”. Cómo que hubiese sido una “asamblea”.

Es por demás conocido que esa Constitución fue derogada por “una asamblea constituyente”, la cual establecería una presunta sociedad democrática, participativa y protagónica, un Estado de justicia, la consolidación de la libertad, la independencia, la paz, la solidaridad, el bien común, la integridad territorial, la convivencia y el imperio de la ley. Pero, también, el aseguramiento del derecho a la vida, al trabajo, a la cultura, a la educación, a la justicia social y a la igualdad. La República pasó a llamarse “Bolivariana”.

Finalmente, el gobierno es y será siempre democrático, participativo, electivo, descentralizado, alternativo, responsable, pluralista y de mandatos revocables. Y finalmente la protocolar frase “la Constitución es la norma suprema y el fundamento del ordenamiento jurídico”. En la lingüística dentro de los sinónimos de “engaño” aparecen “estafa, timo, fraude, farsa, engañifa, burla, asechanza, insidia, trapacería, trampa, picardía, emboque, manganeta y pufo”. No sería desproporcionado que un venezolano perspicaz adicione otros.

Venezuela, cuesta dudarlo, está hoy a las puertas de una nueva “Asamblea Constituyente” y para el mismo fin, o sea, la elaboración y promulgación de una, también, nueva, Constitución, la número 26. Pensábamos, incluyendo a unos cuantos asambleístas de la de 1999, que la de 1961 sería la última, pues las cartas magnas requieren del tiempo necesario para consolidarse, acudiéndose a las enmiendas y a las reformas con la finalidad de adecuarlas a situaciones reales que vayan surgiendo. No, un “plumazo” fue suficiente, hábito en Caracas, donde el escribano lo ha hecho nada más y menos que en 25 ocasiones. Y que lo más grave es preguntarnos ¿por qué y para qué?

Las respuestas, lamentablemente, son más que difíciles, por no pensar que parecieran no existir. Las causas para ser como somos, si es que allí pudiera encontrarse algún motivo de “nuestra incontinencia institucional”, algunos estudiosos la han identificado en las limitaciones que nos impusiera la colonización española, argumentación, para unos cuantos, irresponsable.

Las consideraciones anteriores nos inducen a reiterar  que “la edificación de una república” es cosa seria y como la propia humanidad, por lo que ha de serlo, también, “una Asamblea Constituyente”. Y no menos determinante la representación popular que la componen. Consecuentemente, deberíamos concluir en que “no todos los países son repúblicas o que, por lo menos, las hay distintas y hasta opuestas”.

Pensamos, sin saber si acertamos o no, que con preocupación nos preguntamos: ¿las asambleas constituyentes son cuento, mito, leyenda o fábula? La contestación, realmente complicada. Pero no perdamos la esperanza, particularmente si tomamos en cuenta que en países como Argentina, Bolivia, Ecuador y Honduras las banderas de la democracia flamean y Dios quiera que para siempre.

Fuente: PanamPost

 

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