Nada que no estuviese en los planes. Nada es nuevo en Venezuela. Todo conocido y lejos, bien lejos de las esperanzas de un cambio inminente que aún atesoran millones de venezolanos. La llegada a Madrid del candidato opositor a la Presidencia, Edmundo González Urrutia, en condición de refugiado, tiene ese solo destino y varias aristas.
Su salida del país estuvo prologada por negociaciones, de las cuales no estuvieron ausentes ni el régimen ni el Gobierno de Pedro Sánchez. Todo indica que la orden de detención que pesaba sobre el candidato desde hace una semana, lo forzó a aceptar los consejos de su círculo más íntimo y de algunos «negociadores». Era volver a su apacible vida de intelectual jubilado o dar con sus huesos en la cárcel.
Terminó poblando la larga lista de exlíderes opositores, condenados a un exilio como única opción de parte de un régimen que lo controla todo, hasta los fiscales y jueces más ignotos.
El «episodio González» se da en un momento en que el régimen no ahorra demostración alguna de que los «amigos» le importan poco. En ellos solo tiene «intereses». Viene de dejar plantado a los gobiernos de México, Colombia y Brasil, esa tríada que intentaban, dizque, una negociación entre el chavismo y la oposición. Tenían programada una conferencia con Nicolás Maduro para avanzar en «soluciones», pero éste mandó a decir que «urgía postergarla».
Habría que hurgar detenidamente si ese trío fue ridiculizado ex profeso, o se presta en complicidad de cuates, panas, parceros o «amigao» entre otros latinoamericanismos posibles al referirse a un compinche. Los vericuetos de la política (principalmente la regional) nos fuerzan a la sospecha.
Por lo pronto, Andrés Manuel López Obrador (más preocupado por imponer una cuestionada reforma judicial antes de pasar a retiro en noviembre), Gustavo Petro (presionado por una huelga del transporte y otros menesteres) y Luiz Inácio Lula Da Silva (quien viene quedando sumamente expuesto por su postura histórica y sus sucesivos yerros con Caracas), quedaron si no objetados, dibujados en esta historia.
La puerta de salida, el oxígeno necesario para poder seguir estirando de la cuerda, la brindó Sánchez a través de su ministro de Exteriores, José Manuel Albares, y «nuestro hombre en Madrid» (tal el apodo con el que suelen referirse el sexteto del poder chavista a), el expresidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero. Justo en el momento en que el acoso contra la Embajada argentina en Caracas, y con seis opositores refugiados allí dentro, bajo custodia del Gobierno de Brasil, se ha redoblado.
Y es que la salida de escena de González, le permite al régimen aparecer apegado a «la legalidad internacional», como resaltó la vicepresidenta, Delcy Rodríguez, encargada oficial de anunciar la concesión de «los debidos salvoconductos en aras de la tranquilidad y paz política (¿?) del país».
En términos reales, el candidato (a quien Sánchez llegó a calificar de «héroe») era, y es, un representante, la única opción posible que el régimen le había dejado a la oposición, para llegar a las elecciones de julio. La líder de la oposición fue, es y será María Corina Machado, quien por ahora –y tan solo por ahora– no tiene pensando marcharse de Venezuela.
Por ello es imposible disociar el exilio forzado al que se acogió González de la amenaza con tomar la Embajada argentina y la revocatoria a que Brasil custodie la legación diplomática. Más allá del intento de encuadrar todo en «la legalidad internacional», Maduro y su séquito acaban de dar un paso más hacia la «orteguización». Lo demás correrá por cuenta del ministro del Interior, Diosdado Cabello, ahora, que con la oficialización de su nuevo cargo, sinceró su verdadero rol en ese esquema perverso y represivo.
Lo que espera a Venezuela puede verse en el croquis que el sexteto del poder viene mostrándole al mundo. Represión y control férreo de toda la estructura estatal a como dé lugar y sin reparar ni en los compañeros de ruta, tal es el caso de la tríada de gobiernos iberoamericanos que se suponen aliados.
Un párrafo aparte merece el caso de Lula. Dueño de unos reflejos políticos puestos a prueba con éxito a lo largo de su dilatada carrera, viene de rifar esos quilates en Venezuela. El presidente brasileño pasó de calificar a Maduro, el año pasado, como «un líder democrático», a condenar su conducta como «inaceptable», pasando por «no creo que sea un dictador».
Es esa ambivalencia la que golpea de lleno en su liderazgo regional, pone en duda sus aspiraciones de transformarse en una referencia global en lugares de conflicto (como lo intentó más de una vez en el dosier Palestino-israelí) y, lo que podría ser más grave: llegar a provocarle más de un dolor de cabeza en las inminentes elecciones regionales del próximo 6 de octubre.
Pero no todo el vecindario de Venezuela –forzado a partir de ahora a tener que contener una eventual nueva avalancha migratoria–, atraviesa los mismos desatinos frente al destino de un país a la deriva. El Gobierno argentino juega más fuerte, reclamándole a la Corte Penal Internacional (CPI) la detención de Maduro por delitos de lesa humanidad, mientras países como Chile mantiene una prudente cautela después de fijar su postura y calificarlo lisa y llanamente de «dictadura».
Con semejante panorama político, por delante, convendría brindar un servicio a todos nuestros hermanos venezolanos dentro y fuera del país, que esperan con ahínco y desesperación un final de época y aconsejarles que lo inminente no los tome por sorpresa. Que así como están las cosas, la materialización de sus deseos de cambio, tanto como el cielo, «puede esperar».
*Para El Debate