




Yolanda Díaz esbozó una sonrisa visible cuando Juan Ramón Lucas, en los micrófonos de RNE, le cuestionó sobre su postura con Junts. "Con Junts nada, ¿no?", indagó el presentador. La vicepresidenta segunda, tras un sorbo de agua que pareció ser más un ejercicio de contención que de calma, respondió con un toque de misterio: “Estamos trabajando con Junts, y quiero agradecer a todas las fuerzas de este país que se comprometen con una norma vital. No puedo decir más”.
Este pequeño intercambio marca el inicio de una nueva batalla política, que culminará el próximo miércoles con un Pleno del Congreso donde se debatirán y votarán enmiendas presentadas por el PP, Vox y Junts contra la ambiciosa propuesta de reducción de la jornada laboral a 37,5 horas semanales. La medida, que se posiciona como un hito en la gestión de la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, depende en gran medida de la voluntad de Carles Puigdemont, un viejo conocido en el vaivén del gobierno español.
La situación se vuelve aún más alarmante cuando consideramos el historial reciente de Díaz. Tras la aprobación de la reforma laboral, que fue impulsada por un error de un diputado del PP, la ministra manifestó que habría renunciado si no se hubiera conseguido su aprobación. Esta vez, sin embargo, parece haber enfocado su estrategia hacia un enfoque más audaz y decidido. Ha anunciado que, ante un posible fracaso, no se quedará de brazos cruzados; en su lugar, planteará una reforma del registro horario a través de un real decreto del Consejo de Ministros, una acción que subraya su creciente autonomía y determinación. "El reglamento lo firmo yo", dice, en una clara afirmación de poder.
Este encastillamiento por parte de la vicepresidenta no es un fenómeno aislado, sino que refleja una actitud compartida por el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. Ya ha dejado claro que no tiene intención de convocar elecciones anticipadas, incluso si sus socios frustran sus presupuestos para 2026. Su declaración de que gobernará "con o sin el concurso del poder legislativo" revela un preocupante desprecio por la función del Parlamento y un intento de eludir responsabilidades democráticas.
La estrategia del Gobierno parece centrarse en normalizar la anormalidad, y pone de manifiesto una erosión de las bases democráticas. Desde el acercamiento a Bildu y Carles Puigdemont, hasta la defensa de un fiscal general del Estado con cargos en su contra, se ha establecido un patrón preocupante. La amnistía a excondenados por sedición y manipulaciones transparentes en el CIS son solo algunas de las hazañas que contribuyen a este panorama degradante. Este enfoque, que busca convertir las derrotas parlamentarias en una norma aceptable, representa un claro síntoma de un gobierno que busca evitar las críticas a toda costa.
Curiosamente, en Moncloa parecen convencidos de que el fracaso en votaciones es algo inherentemente normal en otros sistemas democráticos. Se escudan en la idea de que los tiempos de "mayorías imperfectas" han llegado para quedarse y que la inestabilidad se ha convertido en una característica habitual. Sin embargo, esta perspectiva ignora la esencia misma de la representación democrática, donde cada voto debe reflejar un debate saludable y respetuoso, no simplemente un ejercicio de supervivencia política.
Por otro lado, María Jesús Montero se enfrenta a un desafío adicional. La ministra de Hacienda no solo tendrá que lidiar con números, sino con una serie de demandas que podrían desvirtuar el objetivo inicial de su gestión. Podemos ya ha manifestado sus intenciones, desde exigir una ruptura de relaciones con Israel hasta proponer reformas radicales en el mercado inmobiliario. Este tipo de exigencias, que a menudo parecen más ideológicas que pragmáticas, complican aún más el panorama ya de por sí tenso y lleno de incertidumbres.
En resumen, estamos ante un momento delicado para la política española donde la incapacidad de algunos líderes para adaptarse a un sistema de gobernanza que promueva el consenso y el diálogo puede tener consecuencias devastadoras. La falta de claridad en las respectivas posiciones de los actores políticos y la tendencia a evadir las responsabilidades democráticas son características que, si no se corrigen, pueden convertir a la política en un purgante culebrón en lugar de un espacio de construcción colectiva. Es esencial que retomemos el norte de lo que significa la representación y el debate político: un verdadero compromiso con el bienestar ciudadano y la responsabilidad institucional.


María Jesús Montero, el martes en la rueda de prensa posterior al Consejo de MinistrosEFE
Es lo que hay. Lo que hay es un Ejecutivo determinado a avanzar sin el legislativo cuando sea menester y, además, en guerra renovada contra el poder judicial (declarar, la declaró hace tiempo). Menuda forma de llegar al ecuador de la legislatura. «Nosotros somos absolutamente respetuosos con el poder judicial, y al contrario no tanto. Todos los días hablamos de la independencia del poder judicial. ¿Pero qué pasa, que no podemos decir nada de ellos porque son dioses? Los jueces también opinan sobre el Gobierno», afirma una fuente del Ejecutivo.






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