La cumbre de la OTAN: las dos caras de la verdad

MUNDO Juan Rodríguez Garat Almirante (R)
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Había preocupación en la mayoría de las capitales europeas por lo que pudiera pasar en la cumbre de La Haya. Una decisión equivocada, un enfrentamiento inoportuno… cualquier chispa que encendiera al presidente Trump podría haber alejado a Europa de los EE.UU. mucho antes de que nuestro continente estuviera listo para volar solo en un cielo donde patrullan dos poderosas aves rapaces: Rusia y China.

Afortunadamente se ha evitado la catástrofe. La montaña volvió a parir un ratón. Un ratón, eso sí, prometedor y bien dispuesto, del que solo cabe lamentar un leve deje español absolutamente innecesario y que en nada beneficia al conjunto de los aliados.

Vayamos por partes. En la Haya, la Alianza tenía que abrirse paso a través de dos campos minados. Ambos sembrados por el presidente Trump, un hombre al que hay que respetar —ha sido elegido por sus conciudadanos de forma clara y limpia— pero que ejerce el poder de una manera, si se me permite decirlo, muy poco profesional.

El primero de ellos nos enfrentaba a ese caprichoso 5 % del PIB que, sin estudio alguno que lo justificase, anunció el magnate en el foro de Davos. Sobre las razones del presidente solo podemos especular. Quizá solo pretendía demostrar a los europeos, que tanto le habían criticado en el pasado, quién manda en el corral. Si eso es lo que quería, hay que reconocer que lo ha logrado —luego hablaremos de España— pero sin hacer un daño real a la economía de sus angustiados aliados, puestos entre la espada de Putin —aún suena su «donde ponga la bota un soldado ruso, eso es tierra rusa»— y la pared de unas opiniones públicas que se aferran al Estado del bienestar.

¿Cómo se cuadra este difícil círculo? Los plazos acordados —la cifra mágica del 5 % se alcanzaría en 2035 y será revisada en 2029, tan pronto como termine la presidencia del magnate, algo que no cabe achacar a la casualidad— no suponen una carga real para una Europa que acababa de lanzar un plan de rearme con instrumentos financieros que permitirán a las naciones llegar al 3 % en 2030.

El segundo campo minado hay que encontrarlo en la fascinación que el presidente Trump siente por Vladimir Putin, quizá —los aspectos personales de la política son siempre el eslabón débil del razonamiento de los estudiosos de la geoestrategia— porque fue el único líder mundial que lo respetó en sus horas más bajas. Se temía que, como había hecho en la ONU y en el G7, Trump vetara toda mención a Rusia o a Ucrania en la declaración final de la cumbre. Afortunadamente, no ha sido así. El texto reitera «la amenaza que supone Rusia para la seguridad euroatlántica» y reafirma «su compromiso soberano de apoyar a Ucrania, cuya seguridad contribuye a la nuestra».

Así pues, la cumbre ha parido un ratón al que le queda mucho camino por recorrer, pero que apunta en la buena dirección. ¿Hasta dónde va a llegar por el camino que acaba de comenzar? En el frente económico, la mayoría de las naciones ya habían asumido que era momento de invertir en defensa. Más complicado es el asunto de Ucrania, epicentro del terremoto que ha venido a cambiar el mundo. Pero todo hace suponer que Trump ya ha perdido toda esperanza de imponer la paz —me pregunto cómo pudo llegar a creer que iba a poder tratar a Putin como acaba de hacer con Netanyahu— y que, por lo pronto, el magnate aceptará en breve vender a Ucrania los misiles Patriot que tanto necesita. Quizá —nunca se sabe, pero de negocios sí entiende el presidente norteamericano— a cambio de que determinados países europeos compren F-35 en lugar de Eurofighter o Rafale.

El acento español
Mientras en el mundo se juegan tan importantes partidas, los españoles seguimos a lo nuestro. Es nuestro sino. Es difícil olvidar que mientras Francia y Prusia se disputaban el dominio de Europa nosotros nos enfrentábamos unos con otros en las absurdas guerras cantonales.

Conociéndonos, era de esperar que nuestra interpretación de lo ocurrido en esta cumbre se centrara en nosotros mismos. Y, además, de manera sesgada. La verdad tiene dos caras: nuestro presidente ha firmado la declaración conjunta de los aliados que le compromete a invertir el 5 % del PIB en defensa en 2035, pero se ha enfrentado a las iras de Trump al decir públicamente lo que la mayoría de los demás reconocen en privado: nadie, ni siquiera los EE.UU., llegará a esa cifra.

Por desgracia, algunos españoles pondrán el acento en lo primero —ese compromiso asumido para los próximos diez años— y otros solo se darán por enterados de lo segundo. Para estos últimos, las declaraciones de Trump criticando a nuestro Gobierno son como una medalla en el pecho. Más que eso: una esperanza para el futuro. Después de todo, fue la oposición a Trump lo que dio la victoria a candidaturas de izquierda en las recientes elecciones de Australia y Canadá.

Reverencia hacia Trump
A mí, si he de ser sincero, ambas caras de la verdad me parecen irrelevantes. Como he dicho, ese 5 % es solo una reverencia ante Trump que nuestro presidente, que tiene muchos problemas para mantener su Gobierno de coalición con partidos que todavía siguen cantando el anticuado «OTAN no, bases fuera», sencillamente no ha querido hacer.

Puede que todo esto parezca un juego de niños —y quizá lo sea— pero en absoluto se trata de algo inocente. Por desgracia, el enfrentamiento entre Sánchez y Trump lo es entre España y los EE.UU. La pregunta que los españoles deberíamos hacernos no es quien tiene razón —ninguno de los dos la tiene— sino qué es exactamente lo que hemos comprado: un respiro para Sánchez o una ventaja para España. Y, si es lo primero —por desgracia, no tengo demasiadas dudas al respecto— cuál es el precio que vamos a pagar.

*Para El Debate

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