



Como en la típica escena cinematográfica en la que un médico le pide al paciente que cuente hasta tres antes de aplicar una inyección, pero actúa en el uno. Así irrumpió el ataque de Estados Unidos contra Irán: rápido, sorpresivo y sin margen para el titubeo. Apenas 48 horas antes, Donald Trump había asegurado que se tomaría dos semanas para decidir si seguir los pasos de Israel y llevar a EE.UU. a intervenir militarmente contra el mayor enemigo declarado de ambos aliados en Oriente Medio. La promesa del compás de espera, las presiones desde el movimiento MAGA o una posible salida diplomática se desvanecieron por los aires. La estrategia no era esperar, sino golpear primero.


El bombardeo aéreo estadounidense a instalaciones nucleares en Irán marca un punto de inflexión en el tablero geopolítico internacional. No solo por tratarse del primer ataque militar directo de EE.UU. sobre suelo iraní desde que los ayatolás tomaron el poder en 1979, sino porque representa la puesta en práctica de una doctrina que tanto Donald Trump como Benjamin Netanyahu comparten y reivindican: la de ejercer poder mediante la fuerza.
La intervención militar es la primera que lleva a cabo EE.UU. bajo este segundo mandato de Trump y echa por tierra las promesas electorales de que no iba a implicar a su país en ninguna guerra. Es considerada, además, la primera acción netamente ofensiva que lleva a cabo un país para acompañar los esfuerzos bélicos de Israel, que comenzó a bombardear Irán el pasado 13 de junio con el objetivo de desarticular la amenaza nuclear y balística que representa Teherán.
En medio de este juego de despiste, la operación ejecutada en la madrugada del domingo por bombarderos furtivos B-2 y misiles de penetración (GBU-57) lanzados sobre Natanz, Isfahán y Fordow fue decidida por la Casa Blanca sin consulta previa al Congreso y tras semanas de coordinación con Israel.
Y se inscribe en la estrategia que ambos líderes han defendido sistemáticamente: mostrar superioridad militar como forma de ejercer poder duro, disuadir enemigos, condicionar un entorno internacional cada vez más volátil y reforzar su propia posición interna.
Antecedentes: máxima presión en el primer mandato Trump
El primer mandato de Donald Trump sentó las bases de lo que hoy se define como su doctrina de «poder a través de la fuerza». Desde su retirada unilateral del acuerdo nuclear con Irán y la implementación de sanciones económicas severas, hasta la eliminación en Irak del general Qasem Soleimani en enero de 2020 —un golpe estratégico contra la capacidad militar iraní—, Trump evidenció su disposición para el uso contundente de la fuerza como instrumento central de su política exterior.
Avalada por Israel y tácitamente también por aliados clave como Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos, con esta política buscó tanto limitar la influencia regional de Irán como también redefinir el orden estratégico en Oriente Medio. El respaldo explícito a Israel, expresado en medidas simbólicas y diplomáticas —reconocimiento de Jerusalén como capital, traslado de la embajada, promoción de los Acuerdos de Abraham y reconocimiento de la soberanía israelí sobre los Altos del Golán— reforzó la alianza entre ambos países y la coordinación estratégica contra amenazas comunes.
En línea con esta visión, Trump incluso sugirió, antes de su segundo triunfo electoral, que Israel debía atacar las instalaciones nucleares iraníes como respuesta legítima.
El exasesor de Seguridad Nacional, Robert C. O'Brien, ya avanzaba en 2024, en un artículo titulado El retorno a la paz a través de la fuerza, en la revista Foreign Affairs, los pilares de la política que iba a seguir Trump tras ejercer «máxima presión» con Irán.
Si bien actualizada en 2025 hasta alcanzar su máxima expresión, esta doctrina parte de una premisa clara: primero se demuestra fuerza, luego se habla. La diplomacia solo entra en juego tras haber alterado el equilibrio de poder por medios coercitivos, y la paz duradera solo se considera posible una vez neutralizada la amenaza, nunca mediante concesiones previas.
Alineamiento y visión compartida
Trump asumió su segundo mandato a finales de enero de 2025, y menos de seis meses después ordenó una acción contundente en Oriente Medio y respaldó de forma explícita la campaña israelí contra Irán. El paralelismo con la lógica de Netanyahu es evidente. Ambos comparten una visión realista y securitaria de la política exterior, en la que el uso de la fuerza no es el último recurso, sino un instrumento legítimo y efectivo de acción.
«Cuando actuamos con fuerza, nos respetan. Cuando dudamos, el caos se impone», declaró Netanyahu el pasado 13 de junio al inicio de la intervención militar en Irán. «El presidente Trump y yo solemos decir: 'paz a través de la fuerza. Primero viene la fuerza y llega la paz'», aseguró este domingo Netanyahu tras agradecer la reciente implicación estadounidense.
Por su parte, el presidente estadounidense aseguró a las puertas del Despacho Oval que «la operación fue quirúrgica, un éxito espectacular y absolutamente necesaria para garantizar la seguridad de Estados Unidos y de nuestros aliados». Trump añadió que «Irán es el acosador de Oriente Medio, debe ahora hacer la paz; si no, habrá futuros ataques que serán de mayor envergadura y fáciles», y acusó al régimen iraní de pedir «durante 40 años la muerte a EE.UU. e Israel».
«Decidí hace mucho tiempo que esto no sucedería», y agradeció a Netanyahu, por su nombre de pila 'Bibi', el «trabajo en equipo, quizás como ningún otro equipo haya trabajado antes», apostilló Trump en su alocución acompañado por la plana mayor de su Administración.
El alineamiento entre ambos ha quedado así manifiesto. Hasta este domingo, Israel había emprendido de manera independiente, aunque no sin coordinación previa con Washington, una operación bélica con el argumento de que Teherán había enriquecido uranio suficiente para construir una decena de ojivas nucleares y que el tiempo corría en su contra.
Pero el ingreso de Estados Unidos introduce una variable determinante: la potencia global ha vuelto a involucrarse militarmente en el escenario regional en un tiempo récord, esta vez sin planes de prolongadas guerras de ocupación ni despliegue terrestre.
Su irrupción sugiere que EE.UU. estaba no solo alineado estratégicamente sino también militarmente, y también que Netanyahu ha recuperado una influencia privilegiada sobre Trump, muy similar a la que tuvo en su primer mandato. Por otra parte, se puede inferir que la diplomacia israelí operó con rapidez —apenas 150 días desde que Trump asumió la Casa Blanca— para presentar inteligencia, argumentar la urgencia y generar un marco de «defensa conjunta» con la premisa de que «Irán no se disuade, se neutraliza».
Trump necesitaba una victoria clara y simbólica en política exterior. Irán, ya impopular en EE.UU., era un blanco ideal.
La doctrina en acción: unilateralismo práctico y disuasión ofensiva
La doctrina que comparten ambos dirigentes se caracteriza por intervenciones militares selectivas, decisiones centralizadas desde el poder ejecutivo, uso de armamento avanzado y respaldo entre aliados estratégicos sin pasar por el filtro multilateral. Es una lógica que combina disuasión ofensiva con un unilateralismo práctico. No se busca convencer, sino imponer condiciones.
El caso iraní no es casual. Es un viejo objetivo tanto para Netanyahu como para Trump. El primero ha convertido la amenaza nuclear iraní en el eje de su política exterior y de seguridad. El segundo abandonó el acuerdo nuclear de 2015 y, aunque había amagado con un proceso negociador, ahora vuelve a la carga con una acción militar sin precedentes desde el derrocamiento del sha.
Este tipo de acción tiene varias lecturas: en clave interna, refuerza el perfil de liderazgo fuerte que ambos cultivan. En clave regional, advierte a otros actores como Turquía, Qatar, Hezbolá o Hamás de que el margen de tolerancia se ha estrechado. Y en clave global, desafía la narrativa del retraimiento estadounidense tras Afganistán o el enfoque multilateral europeo frente a Irán.
Queda por ver cuál será la anticipada respuesta de Teherán. Por ahora, el golpe ha sido contundente y deja una constatación: Trump y Netanyahu no solo comparten objetivos. Comparten doctrina y una manera de actuar donde la fuerza no es el fracaso de la diplomacia, sino su eventual condición previa.
*Para El Debate









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