


El reciente ataque de Israel contra infraestructuras estratégicas en Irán —una operación dirigida a frenar su capacidad atómica— no es un hecho aislado ni meramente militar. Es una manifestación de una guerra más amplia, de una lucha cultural y existencial que atraviesa a todo Occidente. Lo que está en juego no es solo la seguridad de Israel, sino la supervivencia misma de un orden basado en la libertad, la dignidad humana y la racionalidad democrática.


En Hispanoamérica, esta lucha adquiere un rostro particularmente inquietante. Desde hace años, hemos denunciado que el problema de Venezuela no es meramente regional ni ideológico. No se trata de una disputa entre izquierda y derecha, ni de un simple conflicto por el poder en un país latinoamericano. Venezuela se ha convertido en una plataforma de ataque contra los valores de Occidente, y su régimen ha tejido alianzas con actores globales cuyo propósito declarado es socavar a Estados Unidos, Europa, Canadá e Israel.
El caso de Irán es emblemático. La relación de Irán con Hispanoamérica ha evolucionado en múltiples niveles: comercial, militar, ideológico y clandestino. A pesar de que sus principales intercambios económicos son con países sin afinidad ideológica —como Brasil o México—, es con los regímenes totalitarios de Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Cuba donde se han forjado los vínculos más peligrosos para la estabilidad regional y mundial.
Desde hace más de una década, Irán ha trazado una estrategia clara: utilizar la retórica antioccidental de algunos Gobiernos hispanoamericanos como escudo para expandir su influencia militar y terrorista. En 2017, el propio comandante naval iraní anunció su intención de establecer bases en Hispanoamérica y el Golfo de México. Hoy, sabemos que Venezuela encabeza esa avanzada. No solo ha albergado células de Hezbolá, sino que se ha transformado en su principal plataforma logística en el hemisferio. La Organización de los Estados Americanos (OEA) y varios servicios de Inteligencia han documentado esta colaboración, y episodios como el asesinato del fiscal argentino Alberto Nisman han dejado en evidencia hasta dónde está dispuesta a llegar esta red de alianzas oscuras.
En Bolivia, la situación es igualmente alarmante. En 2023, el régimen boliviano firmó un acuerdo de cooperación en seguridad y defensa con Teherán, incluyendo la provisión de equipos iraníes y la construcción de una escuela para formar milicianos revolucionarios. Además, desde Bolivia se emite el canal Abya Yala, que difunde propaganda islámica y apoya abiertamente a los regímenes de Caracas, La Habana y Managua.
En Colombia, se ha denunciado la presencia de un centro de operaciones de Hezbolá en Bogotá, mientras que en la triple frontera entre Brasil, Paraguay y Argentina operan células dedicadas al financiamiento ilegal y al contrabando, al amparo del silencio o la complicidad de ciertos actores locales. A esto se suman los atentados que marcaron la historia reciente del continente: la AMIA, la embajada de Israel en Buenos Aires, el vuelo 901 de Alas Chiricanas en Panamá… todos ellos con la marca del terrorismo proiraní.
Lo que emerge de este mapa no es una suma de relaciones bilaterales exóticas, sino un frente coordinado, ideológico y operativo, que convierte a Hispanoamérica en un campo de batalla de la guerra contra Occidente. Este frente no solo se nutre del resentimiento postcolonial o de la crítica a los abusos del capitalismo global; se alimenta también del vacío moral y espiritual de un Occidente que ha perdido el sentido de su propia civilización como tantas veces denunció Ratzinger.
Mientras en Europa y Estados Unidos se libran guerras culturales internas marcadas por el relativismo, el nihilismo y la ideología woke, otras culturas avanzan con claridad estratégica y cohesión interna. Rusia con su neoimperialismo, China con su capitalismo autoritario, e Irán con su teocracia radical han entendido que el corazón de la lucha está en el alma de las naciones. Hispanoamérica, en su fragilidad institucional y su dependencia económica, se convierte en terreno fértil para estos proyectos.
La guerra contra Israel —militar, diplomática, propagandística— es una de las expresiones más visibles de este conflicto civilizacional. No es casual que los mismos regímenes que protegen a Hezbolá en el hemisferio sean los que niegan el Holocausto, apoyan abiertamente a Hamás o celebran atentados terroristas como actos de resistencia. No es una lucha por Palestina, sino una lucha contra el Occidente democrático, secular y plural que representa Israel.
Por eso, insistimos: el caso venezolano no es solo un problema hispanoamericano, es un laboratorio del autoritarismo global, un enclave de poder que conecta Teherán, Moscú, Pekín y La Habana. Frente a este paso que ha dado Israel, Nicolás Maduro obligó a sus jefes militares a grabar un mensaje de apoyo a Irán, del mismo modo, las autoridades iraníes estuvieron en Caracas hace pocos días para reafirmar los lazos de cooperación.
Quien hoy mira con indiferencia la alianza entre Irán e Hispanoamérica, mañana no entenderá cómo el continente se convirtió en plataforma de ataques, espionaje y desestabilización. No es paranoia. Es geopolítica. Y lo que está en juego es la supervivencia de un mundo libre.
*Para El Debate




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