El discurso sin concesiones de Trump recupera la autoestima perdida de Estados Unidos

EE.UU Tunku Varadarajan*
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Trump ha hablado. Trump ha proclamado. Trump ha dejado claras sus intenciones. Su discurso inaugural fue un tónico para una nación anémica y desanimada. Sí, fue hiperbólico: todos los discursos que prometen la llegada de una nueva era son hiperbólicos. No se puede ser revolucionario y circunspecto al mismo tiempo. Pero también fue estimulante, entretenido, electrizante, desafiante y gratificante.

Los guardianes de buen gusto que editan antologías, y los que nos dicen qué discursos políticos forman parte de nuestro canon cultural, por supuesto excluirán de sus listas el discurso de Donald Trump. Pero para quienes lo escucharon –ya sea en el Capitolio o en las pantallas de todo Estados Unidos– fue memorable, incluso indeleble. No fue elegante, fue combativo. No fue conciliador, fue triunfal. No fue modesto, bipartidista o heterodoxo. Fue, en cambio, vigoroso, asertivo, nacionalista e imparable. Cualquier discurso que comience con las palabras «La era dorada de Estados Unidos comienza ahora mismo» es un discurso que no hace concesiones, que no toma prisioneros.

El contraste con Joe Biden, el presidente saliente, fue marcado.
 
Minutos antes de que Trump hablara, Biden había otorgado indultos preventivos a lo que parecía ser toda su familia, perpetuando así el mito histérico –la falacia progresista– de que Estados Unidos es un país en guerra consigo mismo. Sus indultos fueron la prueba, irónicamente, de que Biden no es senil. Es simplemente miserable y cínico. Sus indultos apestaban a política bananera. En su acto de despedida, convirtió a Estados Unidos en Guinea Ecuatorial.

Los últimos días de Biden en el cargo fueron días de amargura, y desprecio por la inteligencia de sus compatriotas. «En Estados Unidos está tomando forma una oligarquía de extrema riqueza, poder e influencia que literalmente amenaza a toda nuestra democracia, nuestros derechos y libertades básicos y la posibilidad de que todos salgan adelante», dijo Biden en un discurso desde la Oficina Oval el 15 de enero.

Esto me recordó las palabras de H.L. Mencken, el legendario periodista y ensayista estadounidense, que una vez escribió que «la creencia central de todo imbécil es que es víctima de una misteriosa conspiración contra sus derechos comunes y sus verdaderos méritos. Atribuye todos sus fracasos para salir adelante en el mundo, toda su incapacidad congénita y su maldita estupidez, a las maquinaciones de hombres lobo reunidos en Wall Street o en alguna otra guarida de infamia». (Mi torpe traducción al español no le hace justicia al mordaz y elocuente Mencken.)

Trump, en cambio, dejó claro que iba a sacar a Estados Unidos de su malestar y de su derrotismo ‘Bidenesco’. En el espacio de unos pocos minutos restauró la moral del país. Créanme cuando les digo que el estado de ánimo del país cambió hoy. Los estadounidenses, incluso los de izquierda, están cansados de un Estados Unidos débil, un Estados Unidos tímido, un Estados Unidos cobarde, un Estados Unidos que se disculpa. El anhelo de un Estados Unidos fuerte es palpable. Y no sólo en este país, sino en todo el mundo. Los aliados de Estados Unidos quieren que Estados Unidos sea fuerte. E incluso los países que se mantienen indecisos, pero que tiemblan al hacerlo ante la perspectiva de una China cada vez más asertiva, quieren que Estados Unidos sea fuerte.

La gran pregunta, el gran enigma, es cómo Trump hará valer la fuerza de Estados Unidos. Los aranceles son una vía, equivocada desde el punto de vista económico, pero popular entre su base. Una de sus virtudes, que también es un defecto, es su capacidad de decir cosas que nadie más se atreve a decir.

Por supuesto, Panamá tiene una deuda con Estados Unidos. Y por supuesto, Panamá ha permitido que los chinos adquieran un control de su canal mucho mayor del que conviene a los intereses estadounidenses y occidentales. Como informó recientemente el Times de Londres, de los cinco puertos del canal de Panamá, dos están gestionados por una filial de CK Hutchison Holdings, con sede en Hong Kong. Uno está en el lado del Caribe, el otro en el Pacífico. China tendrá una ventana a lo que pasa por una de las vías marítimas más importantes del mundo.

«No le dimos el canal a China», dijo Trump. «Make America Great Again» se ha convertido en «Make the Canal American Again.»

Cuando Trump prometió en su discurso que «restauraría el sentido común», Biden, sentado detrás de él, pareció reírse entre dientes, silenciosamente despectivo. Pero el tiempo de Biden ya terminó. Su Estados Unidos tímido, progresista, desamparado y obsesionado con la raza y el género es un lugar del pasado. «La Edad de Oro de Estados Unidos comienza ahora mismo», dijo Trump. «El declive de Estados Unidos ha terminado». «Ganaremos como nunca antes». «En Estados Unidos, lo imposible es lo que mejor hacemos».

Palabras, por supuesto, pero palabras casi mágicas. Son palabras que Estados Unidos ha estado anhelando, y ansiando escuchar. Son palabras que podrían —y tal vez lo hayan hecho ya— devolverle nueva vida a Estados Unidos. Los próximos cuatro años serán inolvidables.

*Tunku Varadarajan, escritor de The Wall Street Journal, es miembro del American Enterprise Institute y del Classical Liberal Institute de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York.

**Para El Debate

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