El populista flamenco que aspira a destruir Bélgica: "Somos un matrimonio forzoso"

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A falta de nación, los belgas llevan décadas, casi siglos, intentado destruir el Estado. Han hecho casi todo lo posible y buena parte de lo imposible, con un diseño constitucional que parece una yincana, un sistema de partidos diseñado por un sádico y una estructura disfuncional, contradictoria e hilarante. Pero parafraseando a Bismarck, que no lo dijo de ellos ni de los españoles, pero seguro que lo pensó, está claro que tienen que ser el pueblo más rocoso del planeta, porque ni con toda su voluntad se han salido con la suya. Al menos hasta ahora.

Hay un tipo, el líder de un partido con buenos pronósticos demoscópicos, que ha asumido ese reto. Está convencido de que va a ganar las elecciones y de que puede culminar lo que otros soñaron pero ninguno se atrevió a consumar: romper el país. Tal cual y de golpe. Sin referéndum ni milongas. Tom Van Grieken, líder del Vlaams Belang, el partido de ultraderecha flamenco, es uno de los pocos que aparentemente habla muy claro, directo, y además parece tener determinación. Parece, porque otros hubo que mucho ladraban y nunca mordieron.

Bélgica es un país que vota masivamente a partidos independentistas (en Flandes) pero en el que apenas hay independentistas. A todos les gusta despotricar de sus vecinos, denunciar la xenofobia de los otros, criticar el egoísmo o la pereza de la gente con la que casi no tratan, pero al final, nah. Viven bien, fuera hace mucho frío, y es más divertido luchar contra molinos de viento que salir con el rocín a pelear. Sus políticos son por eso maestros del despiste, del brujuleo. La política aquí es parecida a una escape room: entras y descubres que se premian habilidades que sólo sirven ahí.

Pero nadie hace lo que dice, ni dice lo que hace, en parte porque pronto entendieron que inteligencia es adaptarse a la realidad, no luchar contra ella. En Bélgica sólo es posible la vida a través del pacto, el compromiso, el entendimiento incluso entre quienes están en las antípodas. Todos lo saben, lo asumen, lo perfeccionan y es una virtud. Pero en ese mundo de compadreo, Van Grieken sabe llamar la atención, pues es el único outsider.

Es un hecho que su partido tiene esencia racista, antiislámica, antiglobalista, sea lo que sea eso, contra la inmigración... Y él lo disimula apenas con una sonrisa populista y demagoga que no engaña a nadie. Por eso está lanzado en campaña con sus aspiraciones independentistas, diciendo que Bélgica es un Estado fallido, un matrimonio forzoso en el que nadie es feliz, que los francófonos maltrataron a los flamencos como a los congoleños, que el Gobierno está dominado por comunistas, y que por eso habría que partirlo todo ya, sin dramas ni peleas, como hicieron checos y eslovacos. Todo titulares jugosos y gratuitos.

No parece que sus soflamas vayan a materializarse, porque él reconoce que su voto viene de la cuestión migratoria y no la secesionista, pero gracias a este despiste, el cordón sanitario está a punto de caer. Su discurso y sustancia gusta a los jóvenes y arrastran a la derecha tradicional. Es el gran exponente de la antipolítica, de lo diferente, de lo polémico. Sigue siendo el nacionalista que flirtea con el (pos)fascismo de siempre, pero el mundo se ha movido y los extremos de antes ya están cómodos dentro de la horquilla. Antes si leías los labios entendías economía, ahora todo es identidad.

Fuente: El Mundo

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