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Los gobiernos amenazan con guerras comerciales, con aranceles de represalias y cuotas, los beligerantes sufren devaluaciones de divisa y déficits en balanzas de pagos y todos amenazan con acciones legales. ¿Estados Unidos y Japón en 1995? No, esta situación describe la relación entre los estados en 1780.

Antes de la ratificación de la Constitución, los estados tenían sus propias políticas de desarrollo. Algunos, como Virginia, trataban de estimular sus actuales cultivos comerciales agrícolas; otros, como Connecticut, trataban de estimular el desarrollo industrial a costa de la agricultura. Cada estado tenía su propia moneda en papel, que se apreciaba o depreciaba frente a la de otros estados, aumentando la incertidumbre y por tanto perjudicando el comercio interestatal. Existía una deuda pública grande y desigual de estado a estado. Algunos, como Rhode Island, inflaron en exceso y sufrieron un ciclo de auge-declive; otros, como Massachusetts, aumentaron los impuestos para pagarla, sofocando la actividad económica y provocando una abierta rebelión.

Los delegados de los estados enviados a la Convención Constitucional de 1787 dieron la máxima prioridad a resolver estos problemas del comercio interestatal. Por eso la Constitución de EEUU autoriza al congreso “a acuñar moneda” y prohíbe a los estados imprimir o acuñar moneda; prohíbe a los estados erigir barreras comerciales y autoriza al Congreso “a regular el comercio con naciones extranjeras y entre los distintos estados”.

Al permitir que se ampliara el mercado, la integración de las economías estatales tenía inmensos beneficios. Una moneda uniforme eliminaba la ineficiencia de intercambiar distintas monedas y la incertidumbre de las fluctuaciones de la divisa. La eliminación de las barreras comerciales permitía que la división del trabajo se desarrollara sin impedimentos, aumentando así enormemente la productividad mediante una asignación eficiente de los factores de producción.

Un granjero bovino en Pensilvania podía obtener un puro de un cultivador de tabaco en Virginia de forma más barata que cultivando el suyo y sacrificando los productos lácteos. Igualmente, un fabricante textil de Nueva Inglaterra podía obtener leche de forma más barata del granjero de Pennsylvania que de sus propios esfuerzos a costa de la ropa.

Solo en un mercado libre en el que la producción está determinada por las preferencias del consumidor pueden satisfacerse estas preferencias en su mayor grado. Ganaderos, cultivadores de tabaco, fabricantes textiles y todas las personas no solo obtienen productos de la máxima calidad al precio más bajo, sino que reciben la máxima renta por el uso de sus factores para producir bienes de acuerdo con la ventaja comparativa.

El papel del gobierno
Todo lo que tiene que hacer el gobierno para estimular la creación de riqueza es proteger la propiedad y los contratos privados. Aplicando un código legal que requiera la indemnización de los delincuentes a los dueños de propiedades por robo, fraude y otros delitos, el gobierno estará usando su poder para estimular el comercio.

Sin embargo, cuando usa su poder para violar la propiedad y los contratos, el gobierno está dirigiendo el comercio. Internamente, a esa política se le llama regulación; internacionalmente, se le llama mercantilismo. O así era hasta hace poco, cuando algunos defensores han decidido llamarlo “libre comercio”. Tanto la NAFTA como la Ronda Uruguay del GATT se han llamado generalizada y erróneamente acuerdos de libre comercio.

Igualmente, la tinta no había llegado a secarse en la Constitución cuando los seguidores de Hamilton empezaron a hacer patente su opinión de que centralizar, es decir, monopolizar, el poder sobre el dinero y el comercio tanto interestatal como internacional en el gobierno nacional debería ser la base de un sistema de regulación interna y mercantilismo internacional.

En lugar de adoptar un patrón oro o plata como se haría en un mercado libre, el Congreso optó por el patrón bimetálico de Hamilton-Jefferson, un híbrido inviable que oscila entre el oro y la plata. Peor aún, se aceptaron la legalidad de la banca con billetes de reserva fraccionaria y la imposición del banco central hamiltoniano.

Posteriormente, como medidas de emergencia de la Guerra de Secesión, el gobierno nacional emitió papel moneda, obligó a su aceptación con leyes de curso legal y estableció un sistema regulatorio federal para los bancos con el Sistema de Banca Nacional. Esta etapa de transición hacia un control del gobierno nacional sobre el dinero y la banca se completó con el Sistema de la Reserva Federal, que nos ha traído la inflación crónica y los ciclos económicos del siglo XX.

Si el ejercicio completo del poder nacional sobre el dinero en la Fed ha sido o no mejor que la devolución de ese poder a los estados es algo que está por responder. Pero el dilema que veían los Fundadores es falso. La manera de escapar de las consecuencias perjudiciales del poder centralizado en el gobierno nacional o del descentralizado en los estados es elegir el mercado libre. Argumentar que dicho poder no puede negarse al gobierno es rendirse al despotismo. El concepto de gobierno limitado implica necesariamente que pueden negarse poderes valiosos al gobierno.

En asuntos monetarios, esto significa la protección del gobierno de la propiedad y los contratos privados en la producción de dinero y la ausencia de su intervención. Si se deja en paz a los empresarios, dentro de un sistema de protección de la propiedad privada, estos satisfarán mejor a los consumidores con un patrón oro puro: el dinero como monedas y billetes de oro y depósitos respaldados al 100 % con oro. Este sistema proporciona los beneficios de un dinero uniforme sin los defectos de la inflación arbitraria.

Los beneficios de eliminar las barreras erigidas por el estado al comercio se vieron cada vez más anulados por la política hamiltoniana de mercantilismo y regulaciones, enunciada en 1791 en su “Informe sobre las manufacturas”. En este reclamaba aranceles, cuotas, prohibiciones, regulaciones sobre las importaciones y prohibiciones de exportación agrícola y subvenciones para las manufacturas nacionales para estimular el desarrollo industrial nacional.

La aceptación de la política exterior pro-industrial, anti-agrícola y antibritánica de Hamilton llevó una serie de barreras comerciales internacionales, como la Ley del Embargo y la Ley de No Intervención, que culminaron con medidas proteccionistas. A partir del arancel de 1816 estas medidas proliferaron hasta el arancel abominable en 1828 que levantó al sur agrícola en contra del norte industrial. Carolina del Sur abrió el camino anulando las leyes de aranceles de 1828 y 1832 y amenazando con la secesión si el gobierno nacional trataba de imponer su opinión.

El perjuicio a su economía agrícola en beneficio de los intereses manufactureros era un agravio de primer orden para los estados del sur y se usó para justificar la secesión de la Unión. El esfuerzo de guerra del gobierno nacional se usó como razón para una enorme expansión del poder del gobierno nacional y la victoria proporcionó la excusa para consolidarlo a costa del poder de los estados. Es dudoso que los delegados de los estados sureños que firmaron la constitución en 1787 concediendo poderes limitados a gobierno nacional pudieran haber imaginado en sus peores pesadillas qué haría su creación a sus estados.

Desde la Reconstrucción, este poder se ha usado cada vez más para regular la actividad económica. El final del siglo XIX vio la aprobación y aplicación de leyes antitrust y agencias regulatorias como la Comisión Interestatal de Comercio. La Era Progresista extendió el marco regulatorio, igual que la Primera Guerra Mundial. La legislación del New Deal, los poderes de guerra durante la Segunda Guerra Mundial, las leyes de los derechos civiles y los programas de la Gran Sociedad; todos ellos avanzaron en la marcha hacia el estado leviatán.

A menudo se debate con calor si el pleno ejercicio del poder nacional sobre la economía ha sido o no mejor que la devolución de ese poder a los estados. Pero esto plantea un falso dilema. Estados Unidos no tiene que aceptar, o un poder regulatorio centralizado en un gobierno nacional, o un poder regulatorio descentralizado en los estados. El mercado libre, basado en la protección de la propiedad privada, garantizaría las bondades de la libertad sin regulación pública de ningún tipo, de ningún origen.

Las lecciones de historia estadounidense para decidir la política económica exterior actual están claras. La prosperidad estadounidense depende de aplicar una política de libre comercio en el interior y el exterior. Igual que a los estados se les prohíbe dirigir el comercio interestatal, debería prohibirse al gobierno nacional dirigir el comercio internacional. Así las ventajas de la división del trabajo podrían extenderse no solo a los naturales de Pensilvania y Virginia entre ellos, sino también a alemanes y japoneses.

Los estadounidenses podrían aumentar sus niveles de vida comprando coches japoneses más baratos y de mejor calidad, expandiendo la producción de bienes de exportación donde tengan ventaja comparativa y renunciando a la fabricación de bienes donde no la tengan.

Lejos de ser perjudicial, renunciar a tareas en las que uno tiene una desventaja comparativa para realizar aquellas en las que se tiene ventaja comparativa aumenta las rentas. Un granjero de Pensilvania que ahora dedique su tierra a cultivar tabaco aumentará su renta dejando de criar vacas. Al no tener que preocuparse por ser un “cultivador desempleado de tabaco”, los fabricantes de automóviles no tienen preocupaciones por el desempleo siempre que estén dispuestos, como resto de nosotros, a aceptar un empleo en áreas de su ventaja comparativa.

La transición de los factores empleados para una actividad distinta de producción es una parte normal y necesaria de cualquier sistema que satisfaga las preferencias cambiantes del consumidor. De hecho, la dificultad de la transformación de la producción abandonando los autos hacia otras actividades solo existe porque las antiguas políticas mercantilistas han impulsado artificialmente la fabricación nacional de automóviles. Debido a esto, cualquier movimiento hacia el libre comercio conllevaría una gran y rápida reasignación, pero si el libre comercio hubiera prevalecido siempre la reasignación habría sido suave y gradual.

Si los estadounidenses eligen una solución política para los actuales problemas económicos internacionales, se enfrentarán a un dilema desastroso. Mantener el statu quo obliga a Estados Unidos adoptar el mismo papel que uno de los 13 estados originales a finales del siglo XVIII. Continuaremos sufriendo los males del comercio dirigido: guerras comerciales, déficits en balanzas de pagos, devaluaciones de divisa y niveles estancados de vida. Aceptar la lógica de centralizar el poder político, como pasa con la Organización Mundial del Comercio creada por el GATT, llevará a regulación internacional. Las instituciones supranacionales pasarán a dirigir las economías de los diferentes países de la misma manera que el gobierno nacional llegó a dirigir las economías de los diversos estados.

Debemos prestar atención a la lección que tantos estadounidenses han pagado en libertad y prosperidad para que nosotros aprendamos. Estados Unidos debe rechazar el falso dilema de comercio dirigido frente a regulado y elegir el libre comercio. Eso significa que el gobierno a todos los niveles debe echarse a un lado y dejar que funcionen los mercados.

Fuente: PanamPost

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