


El petróleo ajeno, los inmigrantes y el destino manifiesto de EE.UU.
MUNDO
AGENCIA INTERNACIONAL DE NOTICIAS


Cómo explicar el mundo apartándose de la lógica binaria que plantea la extrema derecha global. Una cruzada contra el comunismo, como si viviéramos en 1917 o en plena Guerra Fría. Un conflicto planteado en términos de ellos o nosotros, de buenos o malos, Estados Unidos o China, EE.UU. o los BRICS, Occidente u Oriente, el dólar contra el yuan o el rublo, la moneda de mejor rendimiento en 2025.


La llamada batalla cultural está en pleno desarrollo y hoy tiene como epicentro América latina. Va dirigida contra los pueblos y líderes que resisten la arrogancia expansionista de una potencia decadente. Busca terminar con los despojos que quedan de una integración regional donde anidaron ideologías diversas – nacionales, progresistas, más o menos izquierdistas - cuya nave insignia en el continente fue el llamado socialismo del siglo XXI al que se debe terminar de aplastar.
La definición la popularizó Hugo Chávez, heredero de la tradición de los revolucionarios de la Sierra Maestra liderados por Fidel y el Che. No es un anacronismo porque la teoría de la dependencia sigue vigente, casi 70 años después de su creación.
Aquel concepto que intentó ampliar los márgenes del socialismo del siglo XX le pertenece al sociólogo alemán Heinz Dieterich Steffan. Decía en su texto de 1996: “La perspectiva de los años venideros es de lucha. Incapaz de resolver los grandes problemas de la humanidad, el capitalismo en su fase actual ya sólo agudiza el hambre, la miseria, la guerra y la represión. Las mayorías y sujetos democratizadores están obligados, por lo tanto, a decidir qué estrategia van a adoptar ante la nueva agresividad y las renacientes tendencias fascistoides de la elite global”.
Decía además que había tres alternativas. Una defensiva, otra ofensiva o una combinación de las dos, pero que no había tiempo que perder por “el futuro del sistema global y de la humanidad”. Dieterich trabajó con Chomsky, se distanció más tarde del líder de la Revolución Bolivariana y vaticinó hace más de una década que Nicolás Maduro no podría sostenerse en el poder. Se equivocó.
Pasaron 27 años desde que Chávez ganó su primera elección y llegamos hasta acá. Pero parece que no alcanza con el intento de expoliar países, como está sucediendo con Venezuela, cercado por la “mayor armada jamás reunida” según Donald Trump. Un presidente que según su propia secretaria general, Susie Wiles, tiene “la personalidad de un alcohólico” aunque sea abstemio. Pero los señores feudales del siglo XXI en alianza tácita con el neofascismo planetario quieren más, exigen más y hasta extrapolan sus argumentos.
Trump practica una narrativa que no deja de asombrar. Ahora resulta que el petroleo venezolano le pertenece a su gobierno y no a los habitantes del suelo donde brota. Desde la Faja del Orinoco a la Cuenca de Maracaibo. El cowboy de jopo dorado cree vivir en pleno siglo XIX, cuando Estados Unidos empezó a comprar o robar territorios de la Florida a la Luisiana, de Texas a casi la mitad de lo que era México. Cree ser el amo que regula el sistema-mundo como lo concibió Immanuel Wallerstein y por el destino manifiesto de EE.UU., puede arrebatar bienes ajenos por derecho divino. Y no solo petroleo; también acuíferos, tierras raras, minerales, riquezas de las que se siente dueño y custodio.
Supera a los piratas de la isla Tortuga que al menos tenían códigos para rapiñar y se apoderaban de cargamentos de oro del imperio español. Le quitaban al más poderoso de la época. Conformaban una hermandad. Henry Morgan fue el más célebre. Trump sigue sus pasos hoy pero en beneficio de la élite global que representa.
La política de Estados Unidos es unilateral. Se resiste a asimilar un nuevo orden inverso, multilateral. Se basa en la doctrina Monroe, reescrita en clave actual como también se reescribe la doctrina de Seguridad Nacional que padeció Latinoamérica pero en el siglo XX. Son casi 20 millones de kilómetros cuadrados que EE.UU. siempre tuteló bajo el mandato de ser el pueblo elegido por dios.
Esas ideas quedaron expuestas a lo largo de su historia como la matriz económica en que basó su expansión y riquezas. Los esclavos de las plantaciones de algodón se multiplicaron, los nuevos esclavos hispanos que hicieron rico al país también y hasta los ciudadanos chinos importados para construir su ferrocarril de costa a costa cumplieron su tarea y fueron deportados hace más de un siglo. Su estadía en el país ya no tenía razón de ser.
La sinofobia sigue ahí hasta ahora, más de un siglo después. Una contribución importante a esa construcción de sentido la hicieron los medios periodísticos de William Randolph Hearst, dueño de un emporio empresarial. Plantó la semilla del “peligro amarillo” en la sociedad estadounidense de la época. Ese peligro amarillo que Trump redescubre dos siglos después.
En este año que se va, 200 mil inmigrantes fueron expulsados por el brazo armado de la agencia federal ICE, especie de gestapo que secuestra indocumentados, destruye familias y encadena latinoamericanos para subirlos a aviones que en ocasiones ni siquiera vuelan con ellos a sus países de origen. Se los deja en naciones en guerra como Sudán del Sur.
En junio de 1939, el transatlántico alemán Saint Louis y sus 937 pasajeros, casi todos judíos, fueron rechazados en EE.UU. También sucedió lo mismo en Cuba y Canadá. El barco se vio forzado a regresar a Europa y más de una cuarta parte del pasaje fue asesinado durante el Holocausto. En aquel momento, funcionarios norteamericanos y hasta el propio presidente Franklin Roosevelt, justificaron la medida en que los refugiados eran una grave amenaza para la seguridad nacional.
La misma retórica que usa Trump mientras aplica una política xenófoba y continúa con su aventura petrolera en el Caribe.
Fuente: Página12





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