Al iniciar el gobierno de Javier Milei, se pudo observar una diferencia importante respecto de lo que había sido el inicio del gobierno de Mauricio Macri. Ambos se refirieron en las campañas y en sus primeros discursos a la difícil situación económica heredada, aún cuando Milei fue enfático mencionando los números espantosos de esa herencia.
Macri, no obstante reconocer el mal gobierno y las sospechas de una fuerte corrupción, decidió “dar vuelta la página” y concentrarse en la reconstrucción del país, garantizando así la impunidad de sus predecesores. El desarrollo de los acontecimientos probablemente haya mostrado el error de esa estrategia. Tras algunos aciertos iniciales y una buena imagen, tuvo una muy auspiciosa elección de medio término en 2017, y a partir de ese momento comenzó un camino descendente que lo llevó a perder la reelección en 2019 contra todos los pronósticos. Es que al hacer la vista gorda a los delitos cometidos por la administración anterior, dejó vivo un monstruo que se lo terminó fagocitando.
La actitud del presidente Milei fue muy distinta. No solo denunció con números la horrorosa herencia recibida, sino que desde el primer momento, todos los funcionarios que se hicieron cargo de las distintas reparticiones de la administración pública, de organismos estatales descentralizados o de las llamadas empresas del Estado, tomaron nota con prolijidad de lo que estaban recibiendo. Se pudo advertir entonces que en casi todas estas reparticiones estatales que manejaron fondos públicos, hubo, desde actos de mala gestión, gastos innecesarios y uso discrecional de fondos públicos, hasta maniobras de malversación de fondos y administración fraudulenta. Simplemente, se robaron hasta las canillas de los baños.
El hecho de que en pocos meses Milei haya conseguido lo que no se pudo obtener en muchísimo tiempo –el equilibrio fiscal-, no se debió solamente, ni primordialmente creo, al empleo de la motosierra, la licuadora y otros electrodomésticos, sino porque de un día para otro enormes sumas de dinero dejaron de pasar espuriamente a manos de los funcionarios públicos y operadores de organizaciones que vivían del Estado.
A diferencia de lo ocurrido con el gobierno de Macri, en este caso los actos criminales detectados fueron detalladamente consignados y denunciados judicialmente. Quedará ahora esperar el largo y tortuoso camino de la lógica judicial, que investigará uno a uno todos estos hechos, hasta detectar sospechosos, convertirlos en imputados, procesados y finalmente, si corresponde, condenarlos dentro de algunos años.
No obstante ello, es posible señalar que una situación de corrupción generalizada de tal naturaleza, donde en todas partes, funcionarios menores organizaron sus propios cotos de caza de fondos públicos y los utilizaron con total impunidad, no hubiese sido posible sin algún mecanismo superior de cobertura u organización.
Es que, salvando las distancias y las evidentes diferencias con otras situaciones, lo ocurrido hace recordar a la creación de un “plan sistemático” de corrupción organizado desde la cúpula del gobierno, en este caso para apoderarse del dinero público. Ya sea por acción –es decir participando activamente en la organización y ejecución de este plan- o por omisión –no ejerciendo u obstaculizando el ejercicio de los mecanismos de control-, existe un grado tal de sospecha sobre la intervención de la cabeza del gobierno, que justifica una investigación independiente e inmediata.
Esta idea se robustece si se advierte que los integrantes máximos del Poder Ejecutivo del gobierno que provocó esta situación, tienen por su cuenta antecedentes muy sugerentes en tal sentido: Cristina Kirchner, además de otros procesos en trámite por delitos de corrupción que están prontos a iniciar los juicios, tiene una condena confirmada por la Cámara de Casación Penal por organizar un mecanismo que culminó en una administración fraudulenta a través de la contratación de obra pública y el retorno de una parte por distintas vías. Alberto Fernández enfrenta una causa por su participación en una maniobra vinculada con la contratación obligada de seguros por parte de varias reparticiones públicas.
Por otro lado, a la pasividad de organismos públicos dedicados a controlar el funcionamiento del gobierno, como la Oficina Anticorrupción, se suma la negligencia mostrada por el Congreso para examinar en tiempo y forma la Cuenta de Inversión, que es el detalle de cómo se ejecutó cada presupuesto, y los gastos realizados.
La generalidad de la corrupción advertida durante el gobierno anterior, amerita una investigación a sus cabezas. Si en cada caso obtuvieron o no una participación económica se discutirá luego en las causas que ya están tramitando, pero la creación del plan sistemático de corrupción debe ser investigado de manera independiente, y esa investigación debería iniciarse ahora.
Es bueno recordar que el artículo 36 de la Constitución Nacional, luego de referirse a la interrupción forzada del orden institucional y el sistema democrático, en su párrafo tercero señala que también atentará contra el sistema democrático “quien incurriere en grave delito doloso contra el Estado que conlleve enriquecimiento”, lo que para parte de la doctrina equipararía los delitos de corrupción a delitos de lesa humanidad.
El presidente de la Nación, como cabeza de ese mismo Poder Ejecutivo, podría disponer mediante un decreto que se implementen las acciones necesarias para que se denuncie y se investigue la responsabilidad de las cabezas de la administración anterior, por la creación de un plan sistemático de corrupción contra el Estado, que conllevó enriquecimiento para muchos funcionarios y particulares involucrados en las maniobras, y posiblemente para ellos mismos.
De este modo, la elusiva figura de la asociación ilícita, muy difícil de adjudicar cuando se investigan delitos puntuales, adquiriría relevancia si lo que se juzga es la organización de una asociación destinada a cometer delitos indeterminados en contra del patrimonio del Estado.
Fuente: PanamPost